miércoles, 18 de mayo de 2016

MARC ANGENOT - ARSENAL ARGUMENTATIVO: LA INVENTIVIDAD RETÓRICA EN LA HISTORIA.


La retórica como ciencia histórica y social. Variabilidad de las formas y los medios de lo persuasivo
Abordo la retórica de la argumentación como el estudio de hechos históricos y sociales. Estudio la retórica no como un intemporal “arte de persuadir por el discurso”[1], sino como un enfoque metodológico que se inscribe en el centro de la historia intelectual, política y cultural. Una historia dialéctica y retórica tal como yo la imagino sería el estudio de la variación socio-histórica de los tipos de argumentación, de los medios de prueba, de los métodos de persuasión. Nada, en efecto me parece más específico de los estados de la sociedad, de los grupos sociales, de las “familias” ideológicas y de los “campos” profesionales que lo argumentable que predomina en ellos. Una historia así de lo razonable y de los encadenamientos persuasivos aceptados y eficaces está apenas esbozada, existen muchos elementos (con un vocabulario dispar) en diversos historiadores ―como voy a tratar en un momento―, pero ninguna síntesis.
En esta problemática, doy a “racional” ―o si prefieren a “razonable”― un sentido relativo, historicista: el término se refiere al conjunto de esquemas persuasivos que han sido aceptados en algún lugar y en un tiempo determinado o que son aceptados en un “medio” o en otro, en una “asociación”[2] política o en otra, como sagaces y convincentes si bien serán considerados débiles, sofísticos, “aberrantes” como se dice hoy, en otras culturas, otros medios u otros tiempos.
El historiador de las ideas se enfrenta constantemente a la obsolescencia de lo convincente y de lo racional. El pasado es un vasto cementerio de “ideas muertas” producidas por personas desaparecidas, ideas que, sin embargo, fueron tenidas, en otro tiempo, por convincentes, demostradas, adquiridas, así como importantes, movilizadoras, etc. Las ideas de las cuales el historiador hace historia son ideas que han sido recibidas como creíbles, bien fundadas, “sólidas” y que, en el momento en que se las estudia, están devaluadas o en proceso de devaluación. Ideas también consideradas inocentes o nobles y convertidas en sospechosas a posteriori (como la “idea” comunista). Ideas en su momento convincentes, estructurantes, convertidas en vanas, estériles. Ideas muertas o languidecientes en el momento en que el historiador se apodera de ellas, ideas que no son más “que palabras”. ¡Abolido bibelot de inanidad sonora![3]
Si se percibe, inscripta en el centro de la historiografía intelectual, esta variabilidad y sus obsolescencias, se puede deducir que va a ser, entonces, particularmente revelador para el estudio de las sociedades sus contradicciones (y sus cegueras) y sus evoluciones, estudiar las formas de lo persuasivo, los esquemas de razonamiento y los topoï que se legitiman, circulan, compiten y surgen en ellos, se imponen, luego se marginalizan y desaparecen.
Contra la quimera falaz de una retórica intemporal y normativa, divulgada por los tratados clásicos y los manuales escolares, sostengo que es necesario ante todo tomar conciencia de las variaciones socio-históricas del razonamiento puesto en discurso y de los métodos de persuasión. La retórica, entonces, se concibe contra estas preocupaciones normativas que se encuentran todavía en ciertos trabajos y que buscan decretar ―por lo demás, como se sospecha, de un modo diferente de un manual a otro― lo que es, intemporal y racionalmente, aceptable o no. Se puede, sin ninguna duda, admitir la universalidad de la razón humana, axioma antropológico que no atrae demasiado concretamente y plantearse el tipo de preguntas que se refieren, no al pensamiento humano en su abstracción universal, sino a los hechos discursivos que son ipso facto sociales e históricos. No se hablará de esencias diferentes, sino de elecciones marcadas y de preferencias sectoriales dignas de atención en los modos de encadenar “ideas” en discursos y volverlas convincentes.
Si el conocimiento no es un “espejo” de la naturaleza ni el reflejo de lo real en el espíritu, si se desecharon estas viejas ideas metafísicas, entonces, puede haber muchas formas sucesivas y concurrentes, relativamente “verdaderas”, o al menos operatorias, de conocer el mundo razonando y comunicando argumentos. Analizo, entonces, los discursos que se sostienen en una cultura dada, en un estado de sociedad determinado y en un momento de la historia, y trato de medir su fuerza de convicción y de analizar los mecanismos que permitían pasar de una idea a otra y de “sostener” una tesis. A menudo, la historia de las ideas se detiene ante todo en la tesis y no ve que lo esencial en términos de historicidad son los razonamientos por los que un ser humano del pasado invitaba a un auditorio determinado a admitir y “adoptar” dicha tesis. Comprender el sentido de una creencia para un actor histórico, es tratar de encontrar las razones que debía adoptar y los argumentos por los cuales estaba dispuesto a sostenerla[4]. Analizando los discursos argumentados de antes, se podrá resaltar de inmediato que los razonamientos de unos convencían a “los suyos”, pero parecían chocante y sofísticos ―no a nosotros que no tenemos directamente “voz ni voto”―, sino, en sincronía, a otros grupos, otros medios sociales, y se deberá tratar de explicar la divergencia de los procesos razonadores y las situaciones de incomunicación que no podían evitarse[5].
Estas razones procuradas y adoptadas a lo largo de la historia no son la Razón; tienen un contexto que hay que tratar de explicar al mismo tiempo que se las elucida. Los grandes traumas colectivos, la guerra, la ruina, la derrota desencadenan, por ejemplo, olas de pensamiento conspirativo y negacionista que pueden parecer “alocadas” a aquellos que, muy tranquilos, no viven esta situación traumatizante, pero son olas que parecen sugerir que ciertas lógicas pasionales forman reservas argumentativas siempre disponibles en caso de urgencia y para, en cierto modo, no perder la calma.
Lógicas, equipamiento mental, Denkungsart, Style of thought…
Todos estos tipos de palabras, locuciones, de ningún modo enfrentados entre ellos, no  muy teorizados, apuntan a designar en distintos historiadores ―sin que ninguno de ellos llegue netamente a circunscribir la esencia, que es retórica, de lo que designan― ciertas imposiciones, ciertas singularidades en los “giros del espíritu”, en las formas de razonar y de argumentar que componen, en todo estado de sociedad, un arsenal de “procesos” disponibles o, para tomar prestado el subtítulo famoso de Descartes, forman los modos idiosincrásicos de “conducir su razón y buscar la verdad”.
Abarco, por mi parte, bajo el término general de “lógica”, lo que otros han llamado de modo diverso ―pero siempre en términos mentalistas poco profundos― Denkungsart, maneras de pensar, “equipamiento mental”, Styles of thought (los politólogos norteamericanos hacen, por ejemplo, de lo que llaman el “estilo paranoico” “a mode of social thought” [un modo de pensamiento social], propio de ciertos sectores políticos radicales de Estados Unidos[6]), Gedachtenvormen (en Johan Huizinga), épistémè (cuando la palabra está desplazada del estudio de disciplinas esotéricas a la doxa y a los discursos públicos)… Se podría hablar incluso de un “espíritu”, como Augustin Cochin, exhumado por François Furet, caracterizó en otro tiempo como “el espíritu del jacobinismo”, espíritu “libresco” generador de convicciones específicas e inspirador de acción. (Augustin Cochin, famoso historiador contrarrevolucionario, había tomado como objeto de estudios las “Sociedades del pensamiento” antes de 1789. Describió el florecimiento de una lógica nueva que llamó “filosófica” simplemente, o por anticipacion, “jacobina”, que le parecía a la vez singular, en el fondo falaz, y lógicamente portadora de crímenes futuros, deducidos y justificados “de manera abstracta” por los Robespierre y los hombres de la doctrina del Terror[7]. Ve florecer en el pequeño personal “filosófico” antes de la Revolución una forma de pensar, aplaudida y estimada en ciertos círculos, que permite dar la espalda, en todas las circunstancias, a lo real y a la experiencia del mundo, “el éxito en adelante está en la idea distinta, aquella de la que se habla, no en la idea fecunda que se verifica”[8]. Lo que lo retiene es la invención por parte de estas Sociedades del pensamiento de alguien que se llamará un día Homo ideologicus, hombre nuevo apto para teorizar y especular incansablemente, para cambiar el mundo “sobre el papel”, para debatir ideas “puras” y destinadas a separar de su línea de mira el mundo empírico, sus complejidades y sus tensiones).
También se encuentra frecuentemente la expresión “mecanismos mentales”, como el “maniqueísmo” del que hablo más adelante se califica de buena gana de “mecanismo mental” juzgado apropiado en ciertas “familias del espíritu”, particularmente embebidas de “ideología” en uno de los sentidos, peyorativos, de esta palabra.
El mismo género de mentalismo se encuentra en los sintagmas compuestos por “pensamiento ~~”, como “pensamiento conspirativo”, expresión que está bien atestiguada. Dedico también algunas líneas a este “pensamiento” y a sus múltiples avatares en la historia moderna un poco más adelante.
La enumeración de términos diversos en los párrafos precedentes hace aparecer un vasto problema que no se ha tratado ampliamente. ¿De qué se quiere hablar con estas categorías intuitivas que parecen, sin embargo, apuntar todas a una problemática determinada y que, en realidad, se refieren a imposiciones argumentativas que impresionaron a tal o cual historiador de las ideas que analiza los archivos? ¿Se pueden periodizar estas categorías, confrontarlas, situarlas en la “topografía” de las culturas y de los medios sociales y su devenir? ¿Se pueden explicar su génesis y su dinámica?
Para remontarnos al pasado de la historiografía francesa, la noción de “equipamiento mental” que condiciona las ideas de una época está en el centro de la reflexión de Lucien Febvre en la década de 1940. El historiador ―recordaba― siempre está acechado por el anacronismo psicológico. Para evitar este defecto importante, es necesario que no opere con sus propias categorías “mentales” modernas, que no proyecte a su estudio las preocupaciones y los presupuestos que los seres humanos del pasado no podían concebir, sino que se esfuerce en reconstituir ―decía― el “equipamiento mental” del que podían disponer los hombres y las mujeres de la época que estudia. Estos son el método y la regla heurística fecundos de Lucien Febvre en sus estudios sobre Lutero, Rabelais[9], sobre Margarita de Navarra. El “equipamiento mental” no es un complejo de concepciones y proposiciones creíbles en un momento dado, sino la gnoseología subyacente en un estado de civilización y en su producción de opiniones y de doctrinas. Una gnoseología, es decir, un conjunto de reglas fundamentales que deciden la función cognitiva de los discursos, que modelan los discursos como operaciones cognitivas y “convincentes”.
La noción de intraducibilidad argumentativa en Carl Becker
El gran historiador norteamericano de antes de la guerra Carl Becker había desarrollado el concepto, interesante, pero no demasiado claro, de “clima intelectual”, de “climas de opinión” sucesivos que marcan la historia de las ideas y, entre los cuales ―unidad de la razón humana o no―, la incomprensión sería radical[10]. Becker analiza, por ejemplo, un pasaje de Santo Tomás de Aquino sobre el derecho natural, un desarrollo sobre la monarquía en Dante. No es que el lector moderno esté en desacuerdo con estos pensadores de otros tiempos, que piense de otra forma respecto de estos temas, suponiendo que piensa algo, lo que sucede es que se encuentra ―dice Becker― ante una manera de razonar y de persuadir radicalmente diferente, una manera que no puede percibir más que, del principio al fin, como absurda, ininteligible. Está ubicado ante “la imposibilidad de pensar de ese modo”, para trasladar a Michel Foucault[11]. “Lo que me molesta ―escribe en sustancia Becker― es que no se podría descartar a Dante o a Santo Tomás como a personas poco inteligentes. Si su argumentación nos es ininteligible, este hecho no puede atribuirse a una falta de inteligencia de su parte”. Que una argumentación apele o no al consentimiento dependía entonces de su sentido “del clima de opinión en la que estaba inmersa”[12]. Este “clima” se define como un filtro que impone a Dante y a Santo Tomás “un uso particular de la inteligencia y un tipo de lógica especial”. Vago todo esto… Una definición así queda oscura, pero Carl Becker había metido el dedo en un hecho curioso, omnipresente e ignorado. Incorporaba en este “clima” la creencia literal en el relato del Génesis y una especie de gnoseología existencial ad hoc, “la existencia que era concebida por el hombre medieval como un drama cósmico compuesto por un dramaturgo supremo que seguía una intriga central y un plan racional”. Santo Tomás de Aquino no puede ni persuadirnos ni ser refutado o sometido a objeciones por nosotros, constata Carl Becker, pues se ha vuelto racionalmente intraducible. Ni siquiera se puede decretar que sus demostraciones son discutibles, frágiles o engañosas; son simplemente ininteligibles en vista de lo que consideramos como racional. “Lo único que no podemos hacer con la Summa de Santo Tomás es cruzar sus argumentos en su propio terreno. Tampoco podemos consentirlos ni refutarlos… Sus conclusiones no nos parecen ni verdaderas ni falsas, sino solo irrelevantes”[13].
Se podrían aportar en este contexto de retrospectiva histórica otros ejemplos abundantes: el derecho divino de los reyes se sostuvo durante siglos de argumentaciones sutiles teológico-jurídicas… No es de nuevo que no esté “de acuerdo” con los juristas del pasado, es que me enfrento a otra manera de pensar “aberrante”, para emplear por una vez con derecho este adjetivo deshonrado, desde sus presupuestos hasta sus conclusiones. Pasará lo mismo al evocar los objetos discursivos no del pasado lejano, sino de fines del siglo XIX, con los cuales tuve que trabajar, la argumentación que sostenía la nosografía de la histeria según la escuela de Charcot, o la misión histórica del proletariado, o la Zusammenbruchstheorie o tesis del desmoronamiento fatal a mediano plazo del modo de producción capitalista, o incluso el Missing Link, el “eslabón perdido” de la paleontología humana… Lo que debe interesar y retener al historiador, a mi ver, no es tanto la idea central, la tesis, devaluada, sino muy precisamente lo que la sostenía: los razonamientos persuasivos, los hechos alegados, confrontados e interpretados, que estaban entretejidos alrededor de ella[14].
La imputación de irracionalidad se aplica con demasiada facilidad al pasado cognitivo. Es fácil y estéril. La alquimia, la astrología, la geomancia, la frenología son ciencias devaluadas cuyos presupuestos y proceso suelen ser juzgados en nuestros días como “irracionales” de principio a fin. Pero “en su tiempo”, debo reconocer que no lo eran en absoluto para los “buenos espíritus”. Que los razonamientos del pasado no nos parezcan más racionales no permite descartarlos sin escrutar la “lógica”, pues no es razonable pensar que el presente sea el juez último del pasado, y no es indiferente ver que, en el pasado, ciertas ideas, ciertas tesis se hayan derivado de un esfuerzo sostenido de racionalización y demostración, aunque estos razonamientos mismos se hayan vuelto incomprensibles. No doy, entonces, como lo sugería al comienzo, a “racional” más que un sentido histórico: es el conjunto de esquemas argumentativos y de “procesos” persuasivas que fueron aceptados en alguna parte en un momento determinado por personas que la sociedad consideraba sagaces y razonables.
La noción de rareza en la historia de las ideas
Los postulados de la coherencia interna y de la creatividad en situación que servían tradicionalmente para identificar los sujetos pensantes y disertantes fueron mostrados por Foucault como problemáticos y falaces. Ese es su aporte más elemental, pero también el más fundamental. La formación discursiva es un sistema modelizante que determina a mediano plazo un decible local y un probable particular, de manera que solo pueden expresarse allí algunas tematizaciones[15]. El conjunto formado de este modo no es “plenitud y riqueza infinita”[16], está formado por tensiones entrópicas con un margen de variaciones, lo que se puede designar como que establece, en un momento y en un sector dados, lo decible y lo pensable más allá de lo cual no se puede distinguir (si no es por anacronismo), el noch nicht Gesagtes, lo “no dicho todavía”[17].
Una idea nunca deja de ser histórica: no se puede tener cualquier idea, creencia, opinión, sostener cualquier “programa de verdad” en cualquier época. En cada época, la oferta se limita a un manojo restringido con predominios y emergencias. Los “espíritus audaces” lo son incluso de acuerdo con su tiempo. Las ideas nuevas no salen naturalmente de la Observación y de la Reflexión. Ciertamente no hay un misterioso Zeitgeist, un Espíritu de la época, que impregne a todos los hombres, pero en todos los tiempos hay límites rigurosos a lo pensable y a lo razonable, límites invisibles, imperceptibles por la naturaleza de las cosas que están adentro. Es esta limitación inherente la que Foucault designaba como “rareza” discursiva: nunca todo es dicho, decible o concebible, y cada conjunto discursivo está sometido a tensiones limitantes y rarificadoras principalmente en lo que respecta a las reglas admisibles de paso de una “idea”, o para hablar de un modo más riguroso, de una proposición a otra.
Arsenales argumentativos y largos plazos. Reducción de la masa discursiva a un “arsenal” breve de esquemas genéticos
De estas dos constantes, la de la rareza limitadora de preconstructos y de esquemas demostrativos aceptables bajo la abundancia superficial de las ocurrencias, de los “textos”, y la de la especificidad y las variantes históricas de la prueba y de lo convincente, extraigo lo que me parece debe ser el rol eminente que puede desempeñar la retórica ubicada en el centro de la historia intelectual y cultural. El análisis retórico permite, en efecto, reducir la diversidad tornasolada de las “realizaciones” y de las individualidades que se las apropian “en situación” a un breve arsenal de medios argumentativos recurrentes. A un “Immerwiedergleich” (según la expresión de Walter Benjamin[18]): el análisis retórico hace percibir en el mediano plazo el eterno retorno de lo mismo. Hace percibir estas recurrencias en una periodicidad a quo y ad quem, de la cual es imposible fijar los límites. Permite construir de este modo los tipos ideales apuntalados por las tendencias retóricas marcadas en el mediano y el largo plazo[19].
Esto, que aplico al estudio de las ideas del pasado, es válido mutatis mutandis, por otra parte, para el análisis de la doxa de nuestra época. Al que está inmerso en el discurso de su época ―a ustedes y a mí― “los árboles siempre le ocultan el bosque”. Al asistir a los debates azuzados en política, a los enfrentamientos de antipatías estéticas, al percibir las especializaciones y las especificaciones, los talentos y las opiniones diversos, la rareza de los repertorios retóricos y la presión de la hegemonía discursiva permanecen ocultos.
El reduccionismo metodológico de Albert Hirschman
El filósofo e historiador de Harvard Albert O. Hirschman estudió la “retórica reaccionaria”, The Rhetoric of Reaction, y reconstruyó el tipo ideal invariable, compuesto de tres grandes esquemas argumentativos, en los dos siglos modernos[20]. Hirschman redujo, en efecto, toda la argumentación antiprogresista durante dos siglos ―desde Burke, que escribió contra la Revolución francesa y profetizó sus fracasos y sus horrores, hasta nuestros días del lado de la derecha norteamericana contra los “liberales”, su feminismo, su “discriminación positiva” y sus programas sociales― a solo tres formas de objeciones recurrentes dirigidas a innumerables avatares, pero siempre vertidas en el mismo esquema a los reformadores de todos los tiempos: Innocuity, Jeopardy, Perversity, son los argumentos de la inocuidad, de la puesta en peligro y del efecto perverso.
Recuerdo esquemáticamente las definiciones. 1. La inocuidad. La reforma propuesta es vana porque no cambiará la naturaleza de las cosas; las cosas volverán, se haga lo que se haga, a lo que son por naturaleza. No se puede cambiar el curso de los astros, modificar el movimiento de las estaciones. 2. Perversity, el efecto perverso. La medida destinada a hacer progresar la sociedad o a eliminar un mal supuesto, la hará efectivamente reaccionar ―se pretende demostrar―, pero eso será en el sentido contrario al esperado. 3. Jeopardy o la puesta en peligro. Consiste en decir que la reforma imaginada pondrá en peligro ciertas ventajas adquiridas, que acarreará “costos” que el reformador, por otra parte, no debería querer consentir y esto, por un resultado incierto. Este topos refleja la lógica gnómica que dice que más vale pájaro en mano que cien volando.
El argumento de la pendiente fatal[21]. A mi ver, el paradigma ternario de Hirschman es incompleto y no da cuenta de todas las estrategias más recurrentes de toda argumentación antiprogresista, “reaccionaria” en este sentido preciso, especialmente. El esquema que falta y que es, de algún modo, el más “original” es el de la pendiente fatal: usted quiere A (que me desagrada, pero me cuido bien de decírselo), usted quiere quizás B, que se sigue fatalmente, pero seguramente usted no quiere C, que también es fatal en un plazo; yo veo este encadenamiento, se lo muestro y demuestro que, como ni usted ni yo queremos el resultado último C, es necesario que renuncie a apoyar A porque las consecuencias automáticas derivan en C a mediano plazo. Es el argumento actual contra los matrimonios “gay”; usted quiere que los homosexuales se casen, muy bien; entonces, debería querer que adoptaran hijos, sigue estando bien, al menos según usted; que ellos críen hijos en la normalidad de la vida homosexual y su apología… ¡Ah! Allí usted duda: renuncia, entonces, a apoyar la primera etapa de un encadenamiento fatal. Se considera que la consecuencia última prevista reconcilia en el rechazo al argumentador reaccionario y a su adversario.
Este argumento por encadenamiento sirvió desde 1848 para poner en guardia al público que podía sentir debilidad por las ideas socializantes. Se comienza por criticar la propiedad, después se atentará contra la familia y, finalmente, ¡se hará la guerra a Dios! O bien y sobre todo, en sentido inverso y remontando al pasado reciente donde se situaba la primera etapa que encadenaba hacia un porvenir fatal y desolador: los deístas del siglo XVIII que negaban y blasfemaban contra la religión revelada han allanado el camino a los comunistas, destructores de la propiedad y de la familia. Voltaire y su repugnante sonrisa preparan Babeuf… La tesis reaccionaria, la de los controversistas católicos especialmente, es que no hay que detenerse, que es imposible detenerse en un camino tan malo, sino que hay que dar marcha atrás a todo, anular la primera etapa del deslizamiento iniciado hacia la desolación y volver al Bien: “Fuera de la religión revelada, no puede haber más que el yugo del hombre sobre el hombre, la disolución de todos los vínculos […], la destrucción de todos los derechos, de todos los deberes”[22]. En este aspecto, este primer esquema es el único que es, por estructura, re-accionario: no solo invita a no cambiar las cosas, demuestra que hay que volver hacia atrás y corregir el presente y su “mala pendiente” iniciada en nombre de un pasado irreflexivamente repudiado. El argumento del encadenamiento o del engranaje está hecho para concluir en una alternativa, en una elección sin intermediario entre el Bien integral perdido y el Mal en progreso. Este argumento de la pendiente fatal, del engranaje, tiene la ventaja de recordarle al adversario sin luces que no domina en absoluto el encadenamiento de las probables consecuencias de las medidas “progresistas” que apoya. El argumento es el del perspicaz dirigido al ciego o más bien al miope. Y justamente porque este miope va a hallarse desolado ante los resultados ya imprevistos de sus primeras medidas, será arrastrado a corregirlas por otras medidas del mismo tipo; es decir, que se predice que va a participar activamente en la perversión por el engranaje de su propio proyecto, monstruo que lo devorará.
Por mi parte, desarrollé esta idea de un arsenal formado por una cantidad finita de argumentos recurrentes en el mediano plazo en mi Rhétorique de l’anti-socialisme, 1830-1914[23]. En ese libro, estudio un siglo de polémicas y de ataques contra el socialismo, de refutación de sus doctrinas y de denuncia de sus acciones. La polémica antisocialista fue indiscutida, en la modernidad política, entre los más activos, los más violentos, los más obstinados. De una generación a otra, desde la Restauración, movilizó continuamente una coalición de refutadores de diversos frentes. Me había propuesto, no obstante, hacer aparecer, en el largo período histórico, el eterno retorno de una serie finita de tácticas refutadoras y acusadoras, de tesis y de argumentos, que formaban este arsenal del que extraían las sucesivas generaciones de polemistas. Desde que aparecieron las primeras escuelas que un neologismo (fechado en 1832) iba a designar como “socialistas” ―y tan contradictorias entre ellas como podían ser los sistemas de Fourier, de Owen, de Saint-Simon y otros “profetas” románticos―, una buena parte de la opinión se alzó contra las doctrinas y los programas que prometían poner término a los males que sufre la sociedad, pero que juzgaban absurdos, quiméricos así como impíos, peligrosos, malvados y se emplearon hordas de ensayistas para demostrar al publico su falsedad y su nocividad. Estos argumentos no se usan en absoluto hoy, se pueden relevar, al menos, los últimos avatares en los ensayos de los adversarios de un socialismo que, al menos en su forma doctrinaria y determinista, pertenece al pasado[24].
De hecho, uno puede señalar cada semana, si lo compra, en Le Monde diplomatique, argumentaciones recurrentes que buscan diagnosticar, denunciar y encontrar un remedio “radical” al mal social y su eterno retorno, denunciar la hegemonía de los poderosos y aplaudir sus fracasos… y uno reconocería maneras de razonar sobre lo social y lo político que no pertenecen a la lógica intemporal, sino que se encuentran ya en un Saint-Simon o en un Fourier, en Louis Blanc o en Proudhon. Algunas de estas maneras de razonar siguen siendo familiares en un sector etiquetado como la “extrema izquierda”, aunque sean engañosas para el juicio “exterior”, están provistas de “buenas razones” para los que las cobijan y las consumen, pero son, sin embargo, de una lógica idiosincrásica y están compuestas por presupuestos considerados, por otra parte, indefendibles.
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Me propongo ahora esbozar algunos análisis extraídos de mis investigaciones en la historia de las ideas políticas y susceptibles de hacer percibir en contexto las dos características de rareza y singularidad específica de los modos o las lógicas de razonamiento propios de ciertas tradiciones a las cuales se adjudicó hacia 1840 el término de “Ideologías”. Comenzaré por la invención romántica de la crítica social[25].
Comentario sobre la evolución semántica de “ideología”: Louis Reybaud, periodista liberal, brindó la principal contribución al conocimiento entre los letrados de las nuevas teorías a las que se adjudicaba desde 1832 aproximadamente el término “socialismo” con sus Études sur les réformateurs socialistes modernes, obra compuesta por artículos que habían aparecido desde 1837 en la Revue des Deux Mondes. Se puede acreditar su recuerdo de un neologismo de sentido: Reybaud, un poco antes que Marx, modificó en su sentido moderno el olvidado término de Destutt de Tracy, ideología, y le dio el sentido de programa político especulativo: “… las ideologías puras, las teorías metafísicas, políticas o religiosas…”[26].
La lógica utópico-gnóstica
Traté de describir en muchos de mis libros[27], con toda la fuerza persuasiva que poseía, un modo estructurado de razonamiento que atraviesa los dos siglos modernos y que califiqué de “utópico-gnóstico” (no volveré a explicar aquí por falta de espacio estos dos términos que consideré oportuno aparear), modo resueltamente contrario al “positivismo” empirista, pero cuya fuerza de convicción se apoya sobre “buenas razones”. La articulación de la crítica social y de una contraproposición utópica (que se presenta como una previsión demostrada) está en el centro de mis análisis. Me limitaré aquí a sintetizar la caracterización de conjunto.
Se puede señalar a través de estos dos siglos desde los tiempos románticos una cierta manera constante de argumentar la sociedad como algo que “va mal” y que “no puede durar más”, argumentación que desemboca en la promesa de un mundo nuevo inminente, lo que designo como una de las lógicas fundamentales de la modernidad. Esta evolucionó desde entonces en un conflicto permanente, insuperable, con las otras axiomáticas del conocimiento discursivo. Se ve cómo se constituye integralmente desde el primer tercio del siglo XIX un encadenamiento propio de los razonamientos sobre una sociedad “enferma”, sobre un estado social que ya no puede durar y sobre su inevitable y próximo reemplazo por una sociedad justa y buena, paradigma cuyo poder persuasivo y movilizador fue inmenso y que sigue acechando a toda costa ―cerca de dos siglos más tarde, habiendo perdido sus fundamentos, su relativa cohesión y lo que hizo su fuerza de evidencia― toda crítica social posible. Estas doctrinas se despliegan en un recorrido inmutable de una crítica a una solución, del mal constatado al remedio definitivo.
Nada causa más escándalo que hacer ver los males del presente desde el punto de vista de un futuro garantizado del cual habrán sido erradicados. En los tiempos románticos, este procedimiento se presentó como el buen método, “la exposición elemental de una doctrina social seria se presenta naturalmente con dos caras ―mostraba Victor Considérant―: la crítica de la sociedad antigua y el desarrollo de instituciones nuevas. Conviene conocer el mal para determinar el remedio”[28]. Victor Considérant, el jefe de los fourieristas, encadena con soltura: “Construyamos, entonces, a través del pensamiento […] una sociedad en la cual las causas sociales del mal no existan”[29]. Y habiéndola construido, trabajemos para hacerla llegar y destruir la malvada sociedad actual que conmociona tanto al corazón como a la razón.
Ahora bien, esta manera de razonar que el líder fourierista Considérant, por su parte, calificaba ventajosamente de “ciencia social” va a parecer como puro delirio en el campo de los economistas (J.-Baptiste Say, Frédéric Bastiat…) y de los pensadores políticos liberales y conservadores de la Monarquía de Julio. Los socialistas no solo no tienen razón, a los ojos de estos notables, se colocan con sus teorías insanas fuera de lo argumentable. Es a esta ruptura cognitiva entre la razón inmanente y el principio de esperanza a la que dedico los libros que menciono. El discurso de la locura va a acompañar, a partir de 1848, la historia de las ideas socialistas. Louis Veuillot se lleva la mano a la sien: “¡Están locos! ¡Locos!”, grita[30]. El socialismo hace ver ―explican los eruditos durante la Segunda República― sus subcategorías patológicas: “Lo que se denomina ‘socialistas’ es un género inmenso de soñadores, de insensatos y de enfermos, divididos en familias de sansimonianos, fourieristas, comunistas, babouvistas…”[31]. El Viaje a Icaria “podría pasar por la obra de un loco”[32]. Pierre Leroux es un “cerebro abandonado sin recursos por los médicos”, es el “bello ideal de la locura”[33]. Para Proudhon, el caso estaba aún más claro, con citas que lo apoyan, “habría que enviarlo a un manicomio”[34], etc.
La crítica radical del presente, en la modernidad (posreligiosa), se hace en nombre de un porvenir previsto y asegurado, y desde Saint-Simon hasta los futuros “socialistas científicos”, de un futuro científicamente demostrado como inevitable, lo que no podía más que alentar a aquellos que asumían el mandato recibido de este porvenir mejor. “No se puede definir la palabra Progreso ―escribe Victor Considérant―, y no se adquiere el derecho científico de servirse de él a menos que se responda a estas dos preguntas: de dónde viene la sociedad y adónde debe conducir[35]. Por contraste, en cambio, la previsión extrapolada de las tendencias del pasado por el futuro puede llegar finalmente a servir para “explicar” el presente e indicar con certeza qué hacer en él. Aquí también, para los adversarios de las grandes esperanzas, estamos en el razonamiento circular. El razonamiento militante denuncia ciertos aspectos del mundo presente y los muestra irrevocablemente condenados al horizonte de un no-todavía, de un noch-nicht, vuelvo sobre el concepto de Ernst Block. Este no-todavía se transformó en tribunal del mundo presente. “Libertad, igualdad, fraternidad”, no es más que una fórmula vacía hoy, escribe el romántico Pierre Leroux: “Su reino no ha llegado todavía, pero llegará: crece en el presente para el futuro; y como es a ella a la que pertenecerá el porvenir, es ella la que ya juzga el presente”[36]. El compañero anarquista Piotr Kropotkin lo dirá también más tarde comparando las teorías socialistas y anarquistas; el futuro previsto permite juzgar el presente, sirve como una especie de brújula para guiarse en los tiempos oscuros: “Cada partido tiene así su concepción del futuro. Tiene su ideal que le sirve para juzgar todos los hechos que se producen en la vida política y económica, así como para encontrar los medios de acción que le son propios”[37]. El futuro garantizado guía al militante en los tiempos oscuros, es “como un faro que está sobre pilotes en el mar: es la claridad que resalta los escollos, es el símbolo de la esperanza”[38].
La única comparación entre “el estado actual de la sociedad humana y el estado que debería ser y que podría ser desde mañana, desde hoy”, si los hombres lo quisieran, va a conferir un mandato imperativo resplandeciente a quien siguiera el razonamiento hasta el final[39]. Es lo que otros consideraron el paralogismo central: el doctrinario proyecta en el futuro una concepción ideal, extrapolada de la indignación que le inspira el mundo, luego obtiene de ella una prueba para el futuro, hace de este futuro mejor el juez del presente y demuestra, por una serie de peticiones de principio, que la sociedad es no solo maligna y criminal, sino también precaria y condenada a desaparecer. La crítica del presente se funda, entonces, en una visión del mañana, la razón crítica se funda en una ficción, en una conjetura racional. ¿Qué prefiere usted ―intimaba la propaganda de la Internacional antes de 1917―: el capitalismo, su explotación, sus miserias y sus ruinas, o el colectivismo, su justicia igualitaria y su abundancia planificada? Buena pregunta a los ojos de los militantes, plantearla era responderla… Los economistas liberales que no creían en este contraste cautivante no hacían más que revelar la negrura de su alma. La alternativa articula de manera oratoria, bien “clásica” justamente, una pars destruens empírica y una pars construens.
La “hipótesis intelectualista”. Razonamiento y utopía
El primer tipo de reproche hecho a los doctrinarios de la Segunda Internacional desde el interior del movimiento obrero es el de dar prueba de un intelectualismo “libresco”. George Sorel, gran colaborador del Movimiento social, que estaba dotado en un alto grado del espíritu de contradicción, trató de caracterizar este tipo de epistemología razonadora de los teóricos de partido, que era particularmente inepta a sus ojos para comprender el movimiento de la historia real y particularmente alejada de todo cariz de espíritu “materialista”. Calificaba el proceso como “hipótesis intelectualista”: todo lo que es racional se convierte en real ¡y todo lo que es deseable se deduce como realizable! Este intelectualismo transforma los conceptos (bien soberano, unidad del género humano, igualdad social, derecho a la felicidad) en objetivos a alcanzar. Inversamente, lo que es lógicamente inútil debe y va a “desvanecerse” y esta es, según Sorel, la dinámica de los cuadros del socialismo realizado que abundan en el impreso doctrinal de la Segunda Internacional:
La clase burguesa se ha vuelto inútil, desaparece; la distinción de clases es un anacronismo, se la suprime; la autoridad política del Estado no tiene más razón de ser, se desvanece; la organización social de la producción que sigue un plan determinado se vuelve posible y deseable, se la realiza, etc. Así hablan los discípulos de Engels[40].
Un intelectualismo así lleva a la petición de principio que, de hecho, no es difícil de detectar en los escritos de los pensadores socialistas revolucionarios. He aquí un ejemplo evidente en una obra “seria” sobre la sociedad que saldría de la próxima revolución:
La insuficiencia de un producto es inadmisible en la sociedad colectivista. Este régimen, de hecho, no tiene razón de ser si no saca un mejor partido que el régimen actual de los medios de producción que le serán confiados[41].
El esquema de la “prueba del futuro” persiste en el socialismo científico de principios de siglo y forma la tela de los discursos de las reuniones: “Después de haber señalado el mal, su causa y sus efectos, [Jules] Guesde demostró que el remedio está en la socialización de los medios de producción…”[42]. Todos los publicistas liberales y los “moderados” denunciaron, dando así prueba a los ojos de los espíritus humanitarios de su maldad innata, el paralogismo descripto por Pareto, que saca el remedio de la constatación del mal y de la atribución a ese mal de una causa subyacente única que hay que eliminar: hay miseria con la propiedad individual, por lo tanto, hay que suprimirla y reemplazarla por su opuesto, la propiedad colectiva; hay gente que no tiene trabajo, por lo tanto, el Estado puede y debe dar trabajo a todo el mundo… En la crítica social, denunciar los vicios de un sistema parece implicar la capacidad de eliminarlos e invitar a mostrar que su eliminación es inevitable.
Razonamientos apagógicos, principios de los “sofismas” de la esperanza
Fue el primer escándalo moral para todos los ensayistas de principios del siglo XIX, de Joseph de Maistre a Proudhon inclusive, el de la discordancia entre el mérito y la suerte. “¡La felicidad de los malvados, la desgracia de los justos! Ese es el gran escándalo de la razón humana”[43]. He aquí el gran escándalo para Joseph de Maistre, pero como teócrata que era podía someterse humildemente a los caminos de la Providencia y creer en un Dios justiciero. Ni Saint-Simon, ni Proudhon, ni Collins, ni Pierre Leroux, ni los otros creían más en una providencia de este tipo. Y sin embargo, no logran deshacerse de la idea de que, sin justificación de las acciones humanas, ningún pensamiento social podrá conseguir fundarse. Pues es necesario preguntarse, antes de disertar sobre una organización social mejor y más justa, si el justo aquí no es necesariamente un imbécil, y si “el bribón, hipócrita y hábil, no es el único en razonar de un modo justo”[44]. Aquí está, entonces, finalmente, el primer escándalo de la vida en sociedad: no se puede razonar más que ab absurdo, lo que vuelve a sacar del absurdo general cualquier cosa “fundada en razón”.
El razonamiento fundamental de Charles Fourier (y es el motivo por el que el doctrinario de la atracción apasionada tenía necesidad, a simple título retórico, de invocar constantemente a “Dios”) es típicamente apagógico: cómo suponer que Dios haya querido la desgracia de los hombres, que les haya dado las pasiones para aumentar y perpetuar sus miserias, sus inclinaciones, sabiendo que, hagamos lo que hagamos, nos conducirían a nuestro mal, que esté contento de crear clases donde unos son condenados a la indigencia para permitir a los otros ser felices. Eso no es posible: “Dios” no quiso eso, es, entonces, el absurdo civilizado que debemos al mundo al revés en el que vivimos… Todo Fourier está aquí: ¿Cómo suponer que “Dios” haya querido ―de cualquier manera en que se organizaran y trataran de coexistir― el mal de los hombres en la sociedad? Imposible admitirlo, entonces, es la sociedad la que está mal organizada; en el mundo social, de nuestras pasiones liberadas nacerán, finalmente, la felicidad colectiva y la armonía.
Otro ejemplo conectado: la larga duración de las denuncias y las requisitorias del socialismo
El discurso socialista, desde que aparece y se despliega alrededor de 1848, da un gran lugar a la continua denuncia de los “renegados”, de aquellos que, habiendo visto la luz del socialismo, “fueron a tender la mano a la burguesía”, de la “turba inmunda” de los traidores, de los engañosos, de los judas…. Como las Furias mitológicas, el discurso militante los persiguió incansablemente. En la odiosa polémica que opone permanentemente las diferentes “sectas” de la Segunda Internacional, las fracciones y partidos en competencia no cesaron de descubrir a los culpables de las “intrigas antisocialistas” en las filas de sus adversarios. El socialismo organizado no dejó, mucho antes de los tiempos estalinistas, de “desenmascarar” a los “traidores” y a los “delatores” que se habían deslizado en sus filas, los ejecutó públicamente como “vendidos” a la burguesía y, anticipadamente, los arrojó al basurero de la historia. La argumentación contra los disidentes y los opositores trata siempre de demostrar dos cosas: su complicidad objetiva con la clase enemiga y su culpabilidad por amalgama. “Objetivamente” aliados de la burguesía: ese es el adverbio, bien atestiguado, de la requisitoria de los marxistas-guedistas contra los compañeros anarquistas y contra los anarco-socialistas hacia 1800-1900. El Partido Obrero extrajo todo tipo de consecuencias y los procesos que instruyó permanentemente en sus diarios contra los traidores se desarrollaron según la “lógica” que guiaría un día a los fiscales soviéticos: amalgama, sofisma del razonamiento ex post facto, paso de la “complicidad objetiva” a la acusación de estar “a sueldo” del Capital.
No se puede más que constatar esta evidencia, apenas reconocida: cerca de los tribunales y los pelotones de fusilamiento (lo que, sin duda, no es poco), las acusaciones encarnizadas y tortuosas y las maniobras de depuración en la Europa socialista antes de 1914 son idénticas al vocabulario próximo a los procedimientos de denuncia que florecieron en el curso de los grandes procesos estalinistas. Conducen a las mismas acusaciones de traición urdidas desde hacía mucho tiempo, de complacencia en la ignominia y de prostitución en el capitalismo. Viendo desplegarse estas polémicas de varios años que conducen a exigencias de “depuración” del partido (palabra clave de los congresos), se descubre, toda armada, una lógica inmanente de los odios militantes, provista directamente de todos los paralogismos y abierta a todos los desvíos de la época en que los Vichynski hacían requerimientos en nombre del pueblo soviético. “Los traidores y los renegados del socialismo no pueden hacer un trabajo leal. No es por nada que se han pasado al enemigo”, recuerda la prensa guedista, que denuncia día tras días a los Millerand, Viviani, Briand, Biétry y otros renegados de la belle époque que “cambiaron de bando” y “tendieron la mano a la burguesía”[45].
El pensamiento binario
… Se trata aquí de un fenómeno elemental y mucho más extendido, polivalente y metamórfico, susceptible de mantener, sin embargo, la atención en la medida en que, como tendencia interpretativa mecánica y sistemática, no es, no obstante, universal, y en todo estado de sociedad, espontáneo, “natural” y convincente para unos, exaspera a otros espíritus que se sienten moderados y matizados y detestan a los que piensan “en blanco y negro”.
Vilfredo Pareto señala, en sus análisis mucho más perspicaces que hostiles de los escritos socialistas de 1900, la omnipresencia del pensamiento binario y, de hecho, el inicio de una sofística[46]. De hecho, pone en el centro de su crítica de los sistemas socialistas una manera de razonar sobre lo social por alternativas y antítesis. Esta “dialéctica”, según su impresión, es típicamente aristotélica, pero ¡en absoluto hegeliano-marxista! “El error de muchos socialistas ―escribe Pareto― es que razonan, sin percibirlo, por antítesis. Habiendo demostrado que de una institución actual derivan los males y las injusticias, saltan a la consecuencia de que hay que abolirla y poner en su lugar una institución fundada en el principio diametralmente opuesto”. Vilfredo Pareto desmenuza otros paralogismos binarios de los reformadores a través del tiempo. Por ejemplo:
En general, los reformadores tienen la tendencia de razonar de la siguiente manera. Suponen, primero, que debe haber necesariamente un sistema para obtener los felices resultados que desean; luego, plantean el dilema: este sistema debe ser A o B; se demuestra que no es B, resulta que es A[47].
Así, “declaman” los socialistas, toda crítica consecuente de la sociedad burguesa debe conducir necesariamente a adherir a la solución colectivista que es precisamente la inversa. Ahora bien, esta forma de razonar no es nueva ni propia del socialismo moderno y Pareto no se equivoca al verla funcionar ya en Tomás Moro, con la reserva, agregaría yo, de que el humanista inglés no desarrollaba más que una experiencia mental, Denkexperiment, y no un programa positivo. “El razonamiento que hace más o menos conscientemente Moro, así como la mayor parte de los reformadores, parece ser el siguiente: A produce B, que es dañino, C es lo contrario de A, por lo tanto, reemplazando A por C haremos desaparecer B y terminarán los males que afligen a la sociedad”[48].
De hecho, en el centro de los grandes programas sociales modernos se encuentra inevitablemente el enunciado condensado del mal, de su causa última, de su carácter contingente, y del remedio obtenido por la inversión de la constatación del mal, y probado a contrario. Así aparece, típicamente, en el programa de los comunistas icarianos hacia 1848:
Todo el mal proviene, en todas partes, del hecho de que la sociedad está mal organizada; y el vicio principal de la organización social y política en todas partes es que esta organización tiene por principio el individualismo o el egoísmo. […] El remedio está entonces en el principio contrario, en el comunismo, o en el interés común y público, es decir, en la comunidad[49].
Maniqueísmos de combate y dilemas históricos
El binarismo del pensamiento se aplica predominantemente a la crítica social y al formateado dogmático de los dilemas de la coyuntura: “crecer o desaparecer”, “socialismo o barbarie”… Los doctrinarios católicos del siglo XIX adoptan fácilmente el dilema apocalíptico: o el repudio del error modernista condenado por el Syllabus, el regreso a la sumisión de los pueblos a la Iglesia, “la salvación por la obediencia y por el retorno a la obediencia o la muerte en la revuelta y por la revuelta”[50]. Esto vuelve a decir: con nosotros o contra nosotros, no hay un tercer camino. ¡Nada de medio! Con nosotros sin la menor reserva, o contra nosotros y situados, entonces, sépanlo, ¡en el campo del mal y de la muerte!
“Socialismo o barbarie”: esta alternativa “marxista” del dilema histórico fue enunciada por primera vez por Friedrich Engels y retomada por el líder alemán Karl Kautsky al exponer el Programa socialista. La fórmula de Kautsky no es más que una variante de los dilemas proféticos que abundan en el siglo XIX: “Es imposible ―escribía el líder alemán comentando la revisión del Programa de Erfurt de la Socialdemokratie― permanecer por mucho más tiempo en la civilización capitalista. Se trata ya sea de progresar hacia el socialismo, ya sea de recaer en la barbarie”[51]. Siempre se promete un desmoronamiento total para la sociedad que no elija el buen camino, pues si el régimen colectivista no triunfa pronto, ese fracasó iniciará el regreso al estado salvaje.
El maniqueísmo se extiende también a la acción y se nutre en ella; todo programa o proyecto político tiene como efecto dividir a los seres humanos en aliados y en opositores, en elegidos y réprobos, en defensores del derecho y partidarios de la iniquidad. La salvación de la sociedad o la muerte colectiva, la “fe” en el porvenir o un mundo irremediable que se hunde en la inhumanidad; es al cabo del recorrido el último argumento que legitima las militancias de toda naturaleza y exorciza la desesperanza.
Es una singularidad francesa esta parte “andante” de la clase dominante del siglo XIX que, lejos de hacer frente con los conservadores a las plebes reivindicadoras y amenazantes, no dejó de legitimarse en contra de otra parte, conservadora, refiriéndose a una lucha grandiosa entre el bien y el mal, “Dios y el rey de un lado; la República y la Humanidad del otro”, como escribe Émile Littré, doctrinario del positivismo comtiano[52]. Michelet proclamaba antes que él esta sociomaquia en términos más metafísicos aún: “No hay más que dos partidos, como no hay más que dos espíritus: el espíritu de vida y el espíritu de muerte”.
Con el caso Dreyfus, más que nunca, la sociomaquia francesa percibió la sociedad como el enfrentamiento de dos “masas”, la de los malvados y la de los elegidos; por supuesto, el otro campo tenía todo el tiempo para invertir esta axiología ventajosa:
A la cabeza de una de ellas [la que era anti-Dreyfus] operaba un puñado de malvados que impulsaban a sus secuaces a los crímenes más execrables; a la cabeza de la otra, se ubicaban los pensadores, los hombres de bien y algunos verdaderos héroes que asumieron la carga de descubrir las infamias perpetradas por sus adversarios[53].
Pero generalizaciones: Todo gran relato narra la lucha entre dos principios, uno bueno y uno malo, divide la sociedad en dos campos o, más bien, muestra que las “leyes de la historia” separan a los que van en el sentido del futuro y los que ponen trabas a la marcha: cuadro de narración que tiene igualmente el permiso de calificar a este tipo de visión maniquea como social: “Hace más de cien años que dura esta lucha, pues hace más de cien años que la Revolución y la Contrarrevolución pelean con fortuna diversa”, escribían, por ejemplo, los republicanos de otros tiempos[54]. (Desde hace “tres siglos”, exponía por su parte Auguste Comte, se libra una “lucha general […] por la demolición del antiguo sistema político”[55]). Esta lucha secular no debe terminar más que con la victoria total del campo bueno y la capitulación de los malvados, los hombres del progreso no se desarmarán con menos.
El paradigma anticlerical narraba también una “lucha final” no menos decisiva que la del gran relato socialista: “Mientras haya almas manchadas por la ignorancia y las supersticiones, la humanidad estará dividida en dos campos enemigos”[56]. La lucha dura desde hace tiempo, quizás desde siempre, es inexorable y ―se promete― antes de extinguirse, “será aún más terrible: es el presente que destruye el pasado en vista de mejoras futuras”[57].
El maniqueísmo se aprende; basta con dejar reeducar debidamente: el intelectual estalinista de la gran época hacía la prueba del trabajo duro sobre él mismo escribiendo ciertas cosas sin temer más la ironía de aquellos de “su clase”. Le era necesario confesarlo bien fuerte porque eso era: “La verdad está en Marx, todo el que es antimarxista es falso”; “la calumnia está en la derecha, la verdad está en la izquierda”… Estaba, de un lado, el poder burgués y su antihumanismo innato; del otro, “el humanismo proletario de Marx, de Lenin, de Stalin, verdaderamente humano, fundado en la historia de la ciencia”, etc. Al final de cuentas, el discurso militante encuentra la conclusión práctica de los antiguos fanatismos y le pide prestadas sus palabras a las que cree dar un sentido moderno: “Fuera de la Internacional no hay salvación. […] ¡Todo el que no está con nosotros está contra nosotros!”[58].
En la derecha, el maniqueísmo de combate se impuso del mismo modo. Los reaccionarios del siglo XIX, bebiendo de las mismas fuentes arcaicas y religiosas, también tuvieron sus “dos campos”, instrumento de una hermenéutica social. Eran el Orden y el Espíritu del desorden, la Iglesia y la Revolución. Nada era más natural para un sacerdote que reprobaba ―siguiendo el Syllabus de Pío IX― el “modernismo” y la pecaminosa democracia que retomar los términos de una lucha metafísica:
Hay en el mundo dos ciudades: la Ciudad de Dios y de su Cristo; allí reinan el amor, la verdad, la justicia; y la Ciudad de Satán, lugar maldito del mal, la mentira, el odio. Entre las dos ciudades, hay una lucha sin tregua[59].
Entre Dios y el ateísmo, entre el bien y el mal, entre la libertad y la servidumbre, entre el catolicismo y el socialismo, hay que elegir[60].
Otro ejemplo: el pensamiento conspirativo y su historia
La conspiración, no es un “tema” en la historia de la cultura ni una “idea”, ni una “ideología” determinada, sino precisamente lo que llamo una lógica, un dispositivo cognitivo y hermenéutico, una manera de descifrar el mundo que tiene, ante todo, una historia que puede seguirse en tiempo real en la modernidad occidental.
Bajo su forma más odiosa, las explicaciones conspirativas florecen siempre, no se lo ignora, entre los negacionistas de hoy. Arthur Butz en  The Hoax of the 20th Century y Richard Harwood en Did Six Millions Really Die?, que “demuestran” que el Holocausto no ocurrió jamás, ofrecen además una explicación conspirativa: el Holocausto es una mentira urdida por los sionistas para lograr su eterno plan de dominación mundial y pervertir el alma de los gentiles[61]. Esta lógica conspirativa que, hasta la década de 1970 era, sobre todo, exclusividad de la extrema derecha floreció desde entonces en la “izquierda” altermundista. En este contexto, la cuestión del historiador de las ideas es, me parece, aclarar este tipo de fenómenos rastreando la historia y encontrando la “lógica”. Ahora bien, esta lógica conspirativa se remonta a una obra precisa que, “como por azar” (para hablar como piensa esta lógica), está fechada en los orígenes mismos de los grandes enfrentamientos ideológicos modernos: el libro eminentemente “contrarrevolucionario” del Abad Barruel, Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme, aparecido en 1798[62]. En su “Discurso preliminar”, el abad presentaba de este modo la desgracia de esos tiempos y su explicación:
Con el nombre desastroso de jacobinos, una secta apareció en los primeros días de la Revolución Francesa, enseñando que los hombres son todos iguales y libres. […] ¿Quiénes son, entonces, estos hombres salidos, por así decir, de golpe de las entrañas de la Tierra, con sus dogmas y sus rayos, con todos sus proyectos, todos sus medios y toda la resolución de su ferocidad?[63]
Después de haber demostrado que la Revolución había sido urdida de principio a fin por las sociedades secretas iluministas, concluía: “Todo el mal que hizo, debía hacerlo; todos sus crímenes y todas sus atrocidades no son más que una consecuencia necesaria de sus principios y de sus sistemas” (I, xii). Lo absurdo de los principios se reflejaba simplemente en la atrocidad de los medios. Nada de “efecto perverso” en el Abad Barruel, la Revolución había sido perfectamente coherente con ella misma y el abad prueba o confirma, entonces, por sus atrocidades, la monstruosidad de sus principios.
Ochenta años más tarde encontramos esta manera de razonar en una ideología emergente propia del mundo católico de la Tercera República anticlerical. La de la cruzada contra los francmasones. La denuncia de las logias se centra en el mito del complot malvado y todopoderoso. La masonería forma ―revela a sus fieles monseñor Fava estremeciéndose― “una sociedad vasta como el Universo, cuyos numerosos miembros al infinito ocupan todas las filas de la sociedad… una asociación cuya cabeza se oculta como la de la serpiente mientras que sus largos anillos se despliegan ante todos los ojos; […] por la conciencia del mal que hace y que quiere hacer todavía y siempre, esta asociación está visiblemente marcada por el signo del odio”[64].
Es aparentemente lo que necesitaban los católicos para explicar la desgracia de los tiempos y los retrocesos de la Iglesia, una explicación total, y la conspiración urdida por una secta rodeada de tinieblas (o más bien por un jefe de orquesta invisible que la dirigía) era esta explicación, que valida León XIII en una encíclica: “Su acción solo puede explicar la marcha de la Revolución y los sucesos contemporáneos”[65]. ¿Es una ilusión ver la acción de las logias en todo el detalle de nuestras revoluciones y nuestras conmociones políticas? ¡No ciertamente! Reinan como soberanas en Francia[66]. Pero no es solo Francia. El Vaticano convoca en 1896 a un Congreso en Trento que responde abundante y positivamente a la cuestión clave: “¿Hay una organización internacional de francmasones con un jefe supremo cuyo poder tiene influencia sobre toda la acción política en el planeta?”[67]. Los progresos del socialismo en Europa son la prueba. La ideología antimasónica forma así una historiosofía, una “explicación” de la historia en curso, que responde punto por punto a las historiosofías progresistas y socialistas. Los masones son los descendientes de ese grupo de criminales que prepararon y perpetraron la Revolución Francesa y que, desde 1789, siguen obstinadamente su tarea de perdición. La masonería actúa en el mundo, derribó tronos, quiere ahora derribar altares, quiere erradicar la fe. Quiere el aniquilamiento completo del catolicismo, es, desde su origen, y sigue siendo “una conspiración […] para demoler las costumbres”, “un complot urdido de antemano [para] pervertir, corromper a los pueblos […] a través de imágenes pornográficas, la creación de sitios malvados, la multiplicación de la venta de alcohol”[68]. En cuanto al progreso del socialismo, la conspiración masónica lo explica también claramente: “La Internacional no es más que una rama separada o no de la francmasonería que fue organizada por los judíos para conmocionar a las naciones cristianas”[69]. En resumen, todos los crímenes pueden atribuírsele, de allí el espesor de los libros dedicados a inventariarlos:
Los crímenes que cometieron las logias desde hace unos años para matar en Francia, para destruir la Iglesia católica y el Ejército son tan numerosos que deberíamos escribir muchos volúmenes si quisiéramos dar solo un vistazo[70].
En este cuadro y en esta misma época, se constata que las acusaciones antimasónicas se volvieron idénticas punto por punto a las acusaciones antijudías que se desarrollan en un sector ideológico contiguo. Todo está ahí: la acción deletérea y ubicua, los textos secretos y criminales, las ambiciones de dominación universal e incluso los “crímenes rituales” perpetrados en la “parte posterior de las logias” por grandes iniciados. Casi todos los predicados que se aplican a los judíos, se aplican al Gran Oriente. Alguien llamado Kimon, en su Política israélite mostraba hacia 1890 a los judíos detrás del “envenenamiento alcohólico de la población”. La Franc-maçonnerie démasquée, revista católica mensual, demuestra, con gran lujo de pruebas, que el alcoholismo es el resultado de un “complot masónico” que trabaja en la desmoralización de las masas[71]. No se necesitaba más que un empujón para que las dos hermenéuticas, familiares a los mismos medios, se confundieran.
Si las sociedades secretas explicaban la desgracia del momento, ¿qué explicaba de hecho a las sociedades secretas? Monseñor Meurin había encontrado la primera respuesta después de largas deducciones numerológicas y cabalísticas:
Habiendo acaparado los tesoros y el poder civil de este mundo, el judío libra una guerra encarnizada contra la Iglesia de Jesucristo y contra todos los que se niegan a arrodillarse ante él y su Becerro de oro[72].
Buen Dios, pero por supuesto. Si los judíos eran los jefes ocultos de las logias, la gran explicación se volvía cada vez más clara y más satisfactoria para ciertos espíritus ansiosos. Ahora bien, muchos publicistas católicos se dedicaron a demostrarlo en los años 1880-1890, “los judíos son casi todos francmasones”, y mejor: “la judería [es] la dueña de la logia”. A los inocentes y a los ingenuos se les revela que “los judíos” son “los jefes absolutos, aunque más o menos ocultos” de la masonería; “la especie de iglesia de la que Satán es el jefe invisible fue edificada sobre la piedra masónica por el odio de los judíos contra Cristo”[73]. “Los judíos francmasónicos atacan a Cristo con una furia que no sabe contenerse…”[74]. El judío es la cabeza, ¡el francmasón (el Gran Oriente comprende algunos tontos, ignorantes del papel antipatriótico que se les hace desempeñar) no es más que el brazo! La Cábala judía es la definición de la doctrina masónica. Édouard Drumont, a cuya ciencia se prestaba mucha atención, lo confirmaba: “La francmasonería es una institución de origen judío. Agrego que siguió siendo judía y que hoy es más judía que nunca”[75]. Todo el mal que se hace hacia 1890 es catalogado como judeo-masónico: por ejemplo, sobre la compañía de Panamá en quiebra se dice: “la empresa es esencialmente una obra de judíos y de francmasones”[76]. En Alemania, “los judíos y los judaizantes […] provocaron el Kulturkampf”. En Francia, los judíos, en combinación con los francmasones, son los agentes y los beneficiarios de la expulsión de las congregaciones desde 1880. Todos estos crímenes permiten extrapolar el fin último de la judeo-masonería, “el fin es el de arruinar [al francés], someterlo a la esclavitud después de haberlo hecho apostatar”[77]. Si León XIII condenó la masonería en Humanus Genus y si se puede demostrar que masón y judío, judío y masón, son uno, entonces, el antisemitismo está aprobado y recomendado por San Pedro. Es la conclusión a la que llegan muchos polemistas católicos.
De golpe, en el centro de la argumentación antisemita ―pues el antisemitismo, recalco por mi parte mi propia tesis, es en primer lugar un caso de argumentación especial― es la tesis, sostenida por centenas de exempla, de la maldad omnipresente, indicio de una conspiración general, y esto ―veinte años o más antes de la Okhrana zarista― no plagia y compila los famosos Protocolos de los sabios de Sion[78]. El antisemitismo, muestran todos sus análisis, de León Poliakov a Zeev Sternhell y Pierre-André Taguieff, no es solamente una ideología (no solamente contenidos, una visión de la sociedad, una doctrina del odio, palabras de orden), es una manera especial de dirigir el pensamiento y de persuadir(se). Ansiógena, “paranoica”, conspirativa, entonces, esta manera de pensar no es propia únicamente de los antisemitas; está cerca, en su esquema general, de otras ideologías “obsidionales” como el miedo y el odio a los jesuitas que eran más bien “de izquierda” durante la Monarquía de Julio, o como la cruzada antimasónica de la que acabo de dar cuenta.
Otro ejemplo, por último: El pensamiento del resentimiento
Hace unos 15 años publiqué otra monografía que ilustra el proceso que planteo, Les idéologies du ressentiment[79].  El pensamiento del resentimiento fue y sigue siendo un componente de muchas ideologías de nuestro siglo, tanto de derecha (nacionalismos de “pequeñas patrias”, antisemitismo) como de izquierda, que se insinúa en diversas expresiones del socialismo, del feminismo, de las militancias minoritarias, del tercermundismo. El resentimiento se apoya sobre algunos paralogismos de principios: que la superioridad adquirida en el mundo empírico, en el mundo tal como funciona, es en sí y sin más un indicio de bajeza moral, que los valores que los dominantes reconocen y postulan están devaluados en bloque, que son despreciables en sí mismos y no solamente injustos los beneficios materiales y simbólicos que procuran de manera desigual, y que toda situación subordinada o inferior da derecho o estatus de víctima, que todo fracaso, toda imposibilidad de tomar la delantera en este mundo puede transmutarse en mérito y legitimarse ipso facto en quejas respecto de pretendidos privilegios, lo que permite una total negación de la responsabilidad.
En mi libro trataba de reflexionar sobre las variantes y el papel ideológico e identitario de una inversión axiológica identificada y analizada en primer lugar por Nietzsche y por Max Scheler. Una inversión axiológica inseparable de una personalidad mental y social y de doctrinas políticas recurrentes en la historia moderna.
Esbocemos un caso de figura típica, releyendo al inagotable Édouard Drumont y la docena de libros de éxito que publicó contra la “Francia judía” entre 1886 y 1914, y extraigamos de ellos una manera recurrente de razonar, una cierta lógica propia. ¿Qué dice en suma Drumont? Ustedes salen adelante en esta sociedad moderna donde nosotros, que somos la mayoría, sin embargo, nosotros, los franceses católicos de vieja cepa, no estamos en estado de imponernos, de competir con ustedes… luego, ustedes no tienen razón y la lógica social que permite y favorece su éxito es ilegítima y despreciable. Y cuanto más éxito tengan ustedes y más fracasemos nosotros, más manifestarán su maldad y mejor justificados moralmente estaremos nosotros por odiarlos. El mundo moderno, degradado, es la imagen del “alma judía”, porque solo los individuos congénitamente perversos pueden tener éxito en él. Lo que explica nuestro fracaso, y hace de este fracaso nuestra gloria ―Umwertung der Werte―, legitimando totalmente nuestra venganza próxima contra estos extranjeros que tienen una posición elevada, plato que, según la sabiduría de las naciones, se come frío.
Esta manera de razonar forma otro tipo ideal argumentativo en el centro de una lógica del resentimiento. Se sabe bien, los antisemitas de ayer y de siempre argumentaban y razonaban enormemente y convencían así de manera fulgurante a los espíritus predispuestos; a menudo, incluso, parecían razonar demasiado. Desde el siglo XIX, sus adversarios no dudaron en abordar la lógica antisemita como lo que los manuales de psiquiatría de otros tiempos llamaban simplemente la “locura razonante”.
Me parece que, en las sociedades desarrolladas de este comienzo del siglo XXI, sociedades diseminadas en lobbies sospechosos, obsesionadas con reivindicaciones identitarias (se habla de neotribalismo), que modifican el pensamiento del derecho para llevarlo a un mercado chillón de “derechos a la diferencia”, formadas por grupos que sostienen diferendos que se apoyan en recursos contenciosos insuperables y en una reinvención rencorosa de pasados que hay que vengar, el resentimiento particular se volvió invasivo. Esto, debido al desmoronamiento de los socialismos, y más ampliamente de las utopías de progreso y del paso de litigios a un ideal de justicia y de reconciliación racional.
A largo plazo, el resentimiento opera, en lo ficticio y lo mítico, contra el (en reacción al) desencanto, Entzauberung, según el concepto de Max Weber. El resentimiento está íntimamente ligado a las olas de angustia frente a la modernidad, a la racionalización y a la desterritorialización. La mentalidad de la Gemeinschaft [Tönnies], homogénea, cálida y estancada, que tiene la tendencia a agriarse en las sociedades abiertas y frías, racionales-técnicas. Entauberung: el resentimiento que recrea una solidaridad entre pares rencorosos y victimizados y valora el repliegue comunitario, gemeinschaftlich, parece como un medio de reactivar un poco de fresco del calor, de la comunión en lo irracional caluroso cuando se enfrenta a mecanismos de desarrollo sociales o internacionales anónimos y fríos, a monstruos fríos incontrolables, que no permiten justamente una táctica o un éxito colectivos.
Algunas palabras de problemática general
El resultado al menos de todo esto es una regla de método. Más exactamente, un principio heurístico: el de la fusión necesaria de la retórica, del análisis del discurso y de los léxicos, de la historia de las ideas y de sectores de las ciencias sociales e históricas[80] que tienen que ver con las ideas, con las “representaciones”, con los discursos y con las creencias. Ninguna de estas disciplinas puede subsistir aislada de las otras. Las divisiones establecidas convencionalmente entre disciplinas, “dominios” y problemáticas contiguas son desastrosas para la reflexión e impiden abocarse por completo a la resolución de la cuestión global del razonamiento puesto en discurso, la cuestión del discurso social que procura y comunica “razones” a las convicciones.
No hay retórica, teoría de la argumentación, que pueda subsistir aisladamente, en una autonomía heurística absoluta. El análisis argumentativo es, en primer lugar, inseparable del conjunto de hechos de discursividad, como es inseparable del dialogismo interdiscursivo, de la inmersión de los textos en el discurso social de su tiempo y del análisis hermenéutico, es decir, de la constitución del texto como estratificación de niveles de sentido. No hay retórica sin tópico, es decir, en términos modernos, sin una historia de la producción histórico-social de lo probable, de lo opinable y de lo verosímil. No hay retórica ni dialéctica separables de una narratología y de una semiótica de lo descriptivo y, de un modo más general, de todas las esquematizaciones que sostienen el discurso y que el discurso manifiesta en enunciados. Es en la coocurrencia de lo descriptivo, lo narrativo y lo argumentativo que se ponen en marcha los mecanismos de deducción y de inducción, pero también de abducción al origen de todo proceso intelectual porque se trata de “encuadrar” hechos heterogéneos en una inteligibilidad de orden nomotético, paradigmático o secuencial. En fin, la dialéctica (en el sentido de Aristóteles) es dialógica: el enunciador se construye un destinatario, pero también adversarios, testigos, autoridades, objetores e interlocutores. Todo debate de ideas supone no un espacio vacío donde se construirá una demostración, sino la invención en un discurso social saturado, cacofónico, lleno de “ideas de moda”, de prejuicios, de banalidades y de paradojas, en el que todos los argumentos posibles ya están usados, marcados, interferidos, parasitados.
Comentario final sobre el método: El proceso que postulo y que veo integrado a la historia de las ideas y de las ideologías se opone frontalmente al paradigma holista que dominó las ciencias sociales y se mantiene aquí y allá. En este paradigma, el sujeto es engendrado, con sus ideas y sus creencias, por los condicionamientos sociales (en el sentido más abarcador de esta palabra). Las ideas que expresa y que reflejan la posición material que ocupa y que traducen-disimulan sus intereses no menos concretos son experimentadas; son epifenomenales. La estructura de la sociedad (que existe en sí misma como una entidad “viviente” cuyas propiedades no son las de sus miembros y que se impone, lógicamente, ante los individuos) produce la o las diversas “conciencias”. Nosotros tendríamos, entonces, las creencias que tenemos, no por más o menos buenas razones ni como consecuencia de una (auto)percepción consciente ―pues estas razones son ilusorias, epifenomenales al menos en su pretendida racionalidad literal―, sino porque causas exteriores, no ideales y fuera de nuestro control, nos determinan a tenerlas y la búsqueda consiste en alcanzar y desentrañar estas causas.






[1] Olivier Reboul, Introduction à la rhétorique. Paris: PUF, 1991, 4.
[2] Me refiero a la terminología de Maxime Rodinson, De Pythagore à Lénine. Des activismes idéologiques. Paris: Fayard, 1993. Eugène Dupréel introdujo, por su parte, en otro tiempo el concepto de “grupo de base de persuasión”. Al contrario de las comunidades naturales, como una familia, un pueblo, un barrio, el sociólogo debe aislar una categoría de comunidades cuya cohesión sea exclusivamente ideológica y retórica, es decir, las “familias” intelectuales, los movimientos, los partidos, las escuelas literarias y filosóficas.
[3] El historiador con su insistencia en querer volver sobre las ideas hoy abandonadas y sobre las grandes creencias devaluadas no puede más que aparecer para el hombre del presente como alguien desplazado, ocupado obsesivamente con cuestiones ociosas y desagradables: ya se dio vuelta la página. El añorado Tony Judt lo hace constantemente en su último libro, pero invita, sin embargo, al historiador a sumir su mandato a contracorriente: “Hace tanto tiempo que un “marxismo” asegurado dejó de ser el punto de referencia ideológico convencional de la izquierda intelectual que es muy difícil hacer comprender a la joven generación lo que representaba y por qué suscitaba sentimientos tan apasionados, a favor o en contra. No faltan buenas razones para condenar a los dogmas difuntos a los basureros de la historia, principalmente, cuando fueron los responsables de tantos sufrimientos. Pero pagamos un precio por eso: las lealtades del pasado, y el pasado mismo, se vuelven totalmente incomprensibles. Si queremos comprender el mundo de donde acabamos de salir, es necesario que recordemos la fuerza de las ideas. Y que recordemos la notable influencia que la idea marxista, en particular, ejerció sobre la imaginación del siglo XX. Atrajo a una buena parte de los espíritus más interesantes de la época, aunque fuera solo por un tiempo: por ella misma o porque el fracaso del liberalismo y el desafío del fascismo no ofrecían aparentemente solución de recambio”. Judt, Tony. Reappraisals. Reflections on the Forgotten 20th Century. New York: Penguin Press, 2008. Retour sur le 20e. siècle, une histoire de la pensée contemporaine. Paris: Héloïse d’Ormesson, 2010.
[4] R. Boudon, en: Boudon, Raymond, Alban Bouvier y François Chazel. Cognition et sciences sociales. Paris: PUF, 1997. Reed. 1999, 19.
[5] Uno de los sentidos relativamente precisos de la palabra “lógico” está vinculado con el problema del posible bloqueo de la discusión pública por el rechazo invencible del régimen de discursividad adversa: es aquel en el que “lógico” quiere decir coherente. Dos criterios son complementarios: fiabilidad y coherencia. Pues la coherencia, a contrario, no puede confundirse con la racionalidad: un sistema delirante o fundado sobre un presupuesto absurdo puede ser muy coherente. Si mi adversario parece contradecirse, si uno de sus argumentos parecen incompatibles “lógicamente” en él con otro, como en lo que se denomina el “razonamiento del caldero”, si su tesis conduce fatalmente a un dilema cuyas dos ramas son absurdas, podría declarar que esta contradicción flagrante vale el fracaso de su argumentación y echar la culpa a la deficiencia de su “lógica” y, por ende, a su etos.
[6] G. Marcus, Paranoia within Reason: A Casebook on Conspiracy as Explanation. Chicago: U. of Chicago Press, 1991, 1. Esta palabra paranoico está integrada al léxico de la ciencia política desde la clásica obra de Richard Hodstadter, The Paranoid Style in American Politics, 1965. Lo que el pensador describía en este libro famoso era que lo que llama un “estilo de pensamiento” bastante extendido, caracterizado por razonamientos “exagerados”, por el espíritu de sospecha y por fantasías conspirativas (“conspiratorial fantasies”).
[7] Véase también el elogio de Augustin Cochin hecho por Régis Debray, Manifestes médiologiques, Gallimard, 1994, 127.
[8] Aug. Cochin, L’esprit du jacobinisme. Préface de Jean Baecler. Paris: PUF, 1979. Tomado parcialmente de la edición de 1922, 39.
[9] Lucien Febvre, Le problème de l’incroyance au XVIe siècle. La religion de Rabelais, Paris, Albin Michel, 1942. En “un siglo que quiere creer”, el ateísmo de Rabelais adelantado por muchos historiadores literarios es una hipótesis imposible. Rabelais es cristiano, porque está inmerso en un mundo cristiano, donde todas las ideas, todos los actos de la vida cotidiana predican a cada instante a favor de la religión. Surgen objeciones a esta tesis: el hombre del siglo XVI es también, casualmente, lector de los escépticos y los materialistas antiguos, lo que puede conducirlo por el camino de la duda radical. Ex. Et. Dolet.
[10] “Climas de opinión”, cap. 1 de The Heavenly City of the 18th-Century Philosophers. New Haven: Yale Up, 2004. Reed. Podría mencionar también un pequeño libro sobre la variación histórica de lo que el autor, historiador de la Antigüedad, llamaba “programas de verdad”, el ensayo de Paul Veyne, discípulo de Foucault, Les Grecs ont-ils cru à leur mythe?
[11] Les mots et les choses, 7.
[12] Mi trad. Heavenly, 5.
[13] 12.
[14] Historicidad de la evidencia. Ejemplo clásico del efecto de evidencia: Los juristas ingleses recuerdan que el Juez Hale en 1676 formuló doctamente un razonamiento memorable que nos hace sonreír de un modo rechinante (aunque los juristas siempre razonan perfectamente como él) que demuestrael presupuesto de existencia jurídica: “Es necesario que haya brujas porque hay leyes contra ellas”. La evidencia se expresa a menudo en un presupuesto del que no se duda. No se puede imaginar toda una legislación dirigida a algo quimérico. ¡Es evidente! Y está, por lo menos, bien razonado.
[15] “Se llamará discurso a un conjunto de enunciados en la medida en que manifiesten la misma formación discursiva; … está constituido por un número limitado de enunciados por los cuales se puede definir un conjunto de condiciones de existencia. … El discurso entendido de este modo no es una forma ideal e intemporal que tenga, además, una historia;… es histórico de un lado o de otro, fragmento de historia, unidad y discontinuidad en la historia misma”. Archéol., 153.
[16] L’archéologie du savoir. Paris: Gallimard, 1969, 156.
[17] Tomando esta vez a Ernst Bloch.
[18] Aplicada al diario cotidiano.
[19] Construir un tipo ideal histórico es una operación de síntesis heurística que no significa “meter en una misma bolsa”, así como Max Weber no contradice o ignora la diversidad dogmática del calvinismo, el luteranismo, las doctrinas de Zwingli, de Jean Hus o de Gustave Wasa al construir el tipo ideal de la “ética protestate”, ni la diversidad de las evoluciones económicas e industriales, y las mentalidades aferentes al construir el del “espíritu del capitalismo”. No hay historia ni ciencia social sin construcción de tipos ideales: la historia sin ellos no sería más que una secuencia caótica de sucesos singulares e irreductibles.
[20] Hirschman, Albert O. The Rhetoric of Reaction. Cambridge, MA: Harvard UP, 1991. Deux siècles de rhétorique réactionnaire. París: Fayard, 1991.
[21] Véase también sobre este argumento: Walton, Douglas. Slippery Slope Argument. Oxford: Clarendon Press, 1992.
[22] [Deschamps, Nicolas?] Un éclair avant la foudre, 30.
[23] Rhétorique de l’anti-socialisme. Essai d’histoire discursive, 1830-1914. Québec: Presses de l’U. Laval, 2004.
[24] Evocaría también en este contexto la noción que desarrollé en mi 1889, un état du discours social. Traté de indentificar en mi estudio del año 1889 una gnoseología dominante, es decir, de extrapolar las bases cognitivas difusas que permiten comprender sinópticamente en una cierta homogeneidad los discursos de la prensa, ciertas prácticas literarias, ciertos avances científicos y otras formas instituidas de la cognición discursiva. Esta gnoseología dominante la identifiqué, para el fin del siglo XIX, como lo “novelesco general”.
[25] Remito también a Walzer, Michael. Company of Critics, Social Criticism and Political Commitment in the 20th Century. New York: Basic Books, 1988. La critique sociale au XXe. siècle: solitude et solidarité. Paris: Métailié, 1995.
[26] Études sur les réformateurs socialistes modernes, I 43.
[27] Gnose et millénarisme: deux concepts pour le 20ème siècle; seguido de Modernité et sécularisation. Montréal: Discours social, 2008. Les Grands récits militants des XIXe et XXe siècles: religions de l’humanité et sciences de l’histoire. Paris: L’Harmattan, 2000. Le marxisme dans les Grands récits. Essai d’analyse du discours. Paris: L’Harmattan y Québec: Presses de l’U. Laval, 2005. Dialogues de sourds. Paris: Mille et une nuits, 2008.
[28] Considérant, Victor. Destinées sociales. Paris: Librairie phalanstérienne, 1847, I 29.
[29] Considérant, Victor. Destinées sociales. Paris: Librairie phalanstérienne, 1847, 3 vol. [Primera edición 1837-1844] vol. I, 29.
[30] Veuillot, Le lendemain de la victoire, 1850, 67.
[31] L’Anti-rouge. Almanach anti-socialiste, anti-communiste, 1852, 63.
[32] Chenu, Les conspirateurs, les sociétés secrètes, la préfecture de police sous Caussidière, 1850, 27.
[33] Bussy, 72.
[34] L’Anti-rouge, 44.
[35] La phalange, 1839, 576.
[36] D’une religion nationale, ou du culte. Boussac: Leroux, 1846, vi.
[37] La science moderne et l’anarchie. Paris: Stock, 1913, 54.
[38] Pecqueur, Constantin. Théorie nouvelle d’économie sociale et politique, ou Étude sur l’organisation des sociétés. Paris: Capelle, 1842, i.
[39] Pellarin, Charles. Allocutions d’un socialiste. Paris: Capelle, 1846, 11.
[40] En Le Devenir social, octubre 1897, 885.
[41] Ibídem, 397.
[42] L’Ère nouvelle, 1894, 120.
[43] J. de Maistre, Soirées de Saint-Petersbourg (ed. 1993), I, 89.
[44] Collins, Science sociale, V, 313.
[45] Le Travailler (Lille), 26 de enero de 1907, p. 1.
[46] Pareto es el tipo cabal del antisocialista, lo sé. A los intelectuales y universitarios que, como él, pagan las cuentas se suele aplicar la parábola de la paja y la viga. Pero si ayudan a ver la paja en la ideología que objetivan, genealogizan, periodizan y detestan, se puede, no obstante, tener una cierta confianza en su perspicacia hostil.
[47] Pareto, Vilfredo. Les systèmes socialistes. Paris: Giard & Brière, 1902-1903. 2 vol. Reed. anastalt. Genève: Droz, 1965.
[48] Pareto, Vilfredo. Les systèmes socialistes. Paris: Giard & Brière, 1902, II, 261.
[49] Prospectus. Grande émigration au Texas en Amérique pour réaliser la Communauté d’Icarie. Paris, [1849], 1.
[50] Daymonaz, B. Le décalogue de la franc-maçonnerie, ou le triomphe de l’étendard nazaréen. Riom y Paris: Saudax, 1889, 3-4.
[51] Programme socialiste, 131 (Paris, 1910) = programa de Erfurt de 1892, revisado.
[52] Littré, Émile. Conservation, révolution et positivisme. Paris: Ladrange, 1852, 289.
[53] A. Lorulot & Naquet. Le socialisme marxiste. Éd, societé nouvelle, 1911, 18.
[54] Urbain Gohier, L’armée contre la nation. Paris: Revue Blanche, 1899, viii.
[55] Cours de philo. positiv., IV, 10.
[56] Libre pensée socialiste, 21.9.1884.
[57] Revue européenne, 1: 1889, 3.
[58] Bulletin Fédération jurassienne, 3.7.1875, 1.
[59] Noël, [abad Léon]. La judéo-maçonnerie et le socialisme, 1896, 6.
[60] Bussy, Histoire et réfutation du socialisme depuis l’Antiquité jusqu’à nos jours, 3.
[61] Véase M. Billig, Ideology & Opinions, Studies in Rhetorical Psychology. Newbury Park CA: Sage, 1991, 109.
[62] Hamburgo: Fauche, 1798-99. 5 vol.
[63] I, 6.
[64] F. M. démasquée, 1 : 1884, 3.
[65] Cartier, Lumière, op.cit., 34.
[66] Les maçons juifs et l’avenir, ou la tolérance moderne. Louvain: Fonteyn, 1884, 3.
[67] Actes du 1er congrès antimaçonnique international, 26-30 septembre 1896, Rome. Tournai: Desclée, 1897-1899. 2 vol in 4°.
[68] La Franc- maçonnerie démasquée, II, 108.
[69] Debauge, op.cit., 9.
[70] Baron, Les Sociétés secrètes, 354. Cas de prostitution sacrée et sacrifices humains pullulent dans ce savant ouvrage.
[71] Vol. 1889, II, pp. 108-113.
[72] Meurin, Léon. La franc-maçonnerie, synagogue de Satan. Paris: Retaux, 1893, 11.
[73] Gandoux, Pierre. La république de la franc-maçonnerie, ou la franc-saloperie devant la Raie-publique [sic]. Bordeaux, 1885, 57.
[74] Franc-maçonnerie démasquée, 1885, 24.
[75] Drumont, Édouard. Nos maîtres. La tyrannie maçonnique. Paris: Librairie antisémite, 1899, 13.
[76] Aux électeurs français. La franc-maçonnerie et le Panama, par un Patriote. Paris: la Bonne Presse, 1893.
[77] Juifs et francs-maçons: de l’identité de leurs programmes. Paris: «La Croix», 1887, 3.
[78] Les Protocoles des Sages de Sion. Paris: Berg International, 1992. 2 vol.  Reed. rev. y corr., Les Protocoles des Sages de Sion. Faux et usages d’un faux. Paris: Berg / Fayard, 2004. En 1 vol.
[79] Les Idéologies du ressentiment. Montréal: XYZ Éditeur, col. «Documents», 1995. Reed. en formato de bolsillo, 1997. Véase también  La Propagande socialiste. Six essais d’analyse du discours. Montréal: Balzac, col. «L’Univers des discours»,1997.
[80] De manera muy particular, la historia cultural que pretende estudiar “el conjunto de representaciones colectivas ―define Pascal Ory―, propias de una sociedad (etnia, confesión, nación, cuerpo profesional, cuerpo académico…), de lo que las constituye, así como de lo que las instituye”. “La historia cultural será, entonces, la historia social de las representaciones”, la historia de las representaciones de lo social.

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