La retórica como ciencia histórica
y social. Variabilidad de las formas y los medios de lo persuasivo
Abordo
la retórica de la argumentación como el estudio de hechos históricos y
sociales. Estudio la retórica no como un intemporal “arte de persuadir por el
discurso”[1], sino
como un enfoque metodológico que se inscribe en el centro de la historia
intelectual, política y cultural. Una historia dialéctica y retórica tal como
yo la imagino sería el estudio de la variación socio-histórica de los tipos de
argumentación, de los medios de prueba, de los métodos de persuasión. Nada, en
efecto me parece más específico de los estados de la sociedad, de los grupos
sociales, de las “familias” ideológicas y de los “campos” profesionales que lo argumentable que predomina en ellos.
Una historia así de lo razonable y de los encadenamientos persuasivos aceptados
y eficaces está apenas esbozada, existen muchos elementos (con un vocabulario
dispar) en diversos historiadores ―como voy a tratar en un momento―, pero
ninguna síntesis.
En
esta problemática, doy a “racional” ―o si prefieren a “razonable”― un sentido
relativo, historicista: el término se refiere al conjunto de esquemas persuasivos
que han sido aceptados en algún lugar y en un tiempo determinado o que son
aceptados en un “medio” o en otro, en una “asociación”[2]
política o en otra, como sagaces y convincentes si bien serán considerados
débiles, sofísticos, “aberrantes” como se dice hoy, en otras culturas, otros
medios u otros tiempos.
El
historiador de las ideas se enfrenta constantemente a la obsolescencia de lo
convincente y de lo racional. El pasado es un vasto cementerio de “ideas
muertas” producidas por personas desaparecidas, ideas que, sin embargo, fueron
tenidas, en otro tiempo, por convincentes, demostradas, adquiridas, así como importantes,
movilizadoras, etc. Las ideas de las cuales el historiador hace historia son
ideas que han sido recibidas como creíbles, bien fundadas, “sólidas” y que, en
el momento en que se las estudia, están devaluadas o en proceso de devaluación.
Ideas también consideradas inocentes o nobles y convertidas en sospechosas a posteriori (como la “idea” comunista).
Ideas en su momento convincentes, estructurantes, convertidas en vanas,
estériles. Ideas muertas o languidecientes en el momento en que el historiador
se apodera de ellas, ideas que no son más “que palabras”. ¡Abolido bibelot de inanidad sonora![3]
Si
se percibe, inscripta en el centro de la historiografía intelectual, esta
variabilidad y sus obsolescencias, se puede deducir que va a ser, entonces,
particularmente revelador para el estudio de las sociedades sus contradicciones
(y sus cegueras) y sus evoluciones, estudiar las formas de lo persuasivo, los
esquemas de razonamiento y los topoï
que se legitiman, circulan, compiten y surgen en ellos, se imponen, luego se marginalizan
y desaparecen.
Contra
la quimera falaz de una retórica intemporal y normativa, divulgada por los
tratados clásicos y los manuales escolares, sostengo que es necesario ante todo
tomar conciencia de las variaciones socio-históricas del razonamiento puesto en
discurso y de los métodos de persuasión. La retórica, entonces, se concibe
contra estas preocupaciones normativas que se encuentran todavía en ciertos
trabajos y que buscan decretar ―por lo demás, como se sospecha, de un modo
diferente de un manual a otro― lo que es, intemporal y racionalmente, aceptable
o no. Se puede, sin ninguna duda, admitir la universalidad de la razón humana,
axioma antropológico que no atrae demasiado concretamente y plantearse el tipo
de preguntas que se refieren, no al pensamiento humano en su abstracción
universal, sino a los hechos discursivos que son ipso facto sociales e históricos. No se hablará de esencias
diferentes, sino de elecciones marcadas y de preferencias sectoriales dignas de
atención en los modos de encadenar “ideas” en discursos y volverlas convincentes.
Si
el conocimiento no es un “espejo” de la naturaleza ni el reflejo de lo real en
el espíritu, si se desecharon estas viejas ideas metafísicas, entonces, puede
haber muchas formas sucesivas y concurrentes, relativamente “verdaderas”, o al
menos operatorias, de conocer el mundo razonando y comunicando argumentos.
Analizo, entonces, los discursos que se sostienen en una cultura dada, en un
estado de sociedad determinado y en un momento de la historia, y trato de medir
su fuerza de convicción y de analizar los mecanismos que permitían pasar de una
idea a otra y de “sostener” una tesis. A menudo, la historia de las ideas se
detiene ante todo en la tesis y no ve
que lo esencial en términos de historicidad son los razonamientos por los que
un ser humano del pasado invitaba a un auditorio determinado a admitir y
“adoptar” dicha tesis. Comprender el
sentido de una creencia para un actor histórico, es tratar de encontrar las razones que debía adoptar y los
argumentos por los cuales estaba dispuesto a sostenerla[4].
Analizando los discursos argumentados de antes, se podrá resaltar de inmediato
que los razonamientos de unos convencían a “los suyos”, pero parecían chocante
y sofísticos ―no a nosotros que no tenemos directamente
“voz ni voto”―, sino, en sincronía, a otros grupos, otros medios sociales, y se
deberá tratar de explicar la divergencia de los procesos razonadores y las
situaciones de incomunicación que no
podían evitarse[5].
Estas
razones procuradas y adoptadas a lo largo de la historia no son la Razón; tienen
un contexto que hay que tratar de
explicar al mismo tiempo que se las elucida. Los grandes traumas colectivos, la
guerra, la ruina, la derrota desencadenan, por ejemplo, olas de pensamiento conspirativo
y negacionista que pueden parecer “alocadas” a aquellos que, muy tranquilos, no
viven esta situación traumatizante, pero son olas que parecen sugerir que
ciertas lógicas pasionales forman reservas argumentativas siempre disponibles
en caso de urgencia y para, en cierto modo, no
perder la calma.
Lógicas,
equipamiento mental, Denkungsart, Style
of thought…
Todos
estos tipos de palabras, locuciones, de ningún modo enfrentados entre ellos,
no muy teorizados, apuntan a designar en
distintos historiadores ―sin que ninguno de ellos llegue netamente a
circunscribir la esencia, que es retórica, de lo que designan― ciertas imposiciones, ciertas singularidades en
los “giros del espíritu”, en las formas de razonar y de argumentar que componen,
en todo estado de sociedad, un arsenal de “procesos” disponibles o, para tomar
prestado el subtítulo famoso de Descartes, forman los modos idiosincrásicos de
“conducir su razón y buscar la verdad”.
Abarco,
por mi parte, bajo el término general de “lógica”, lo que otros han llamado de
modo diverso ―pero siempre en términos mentalistas
poco profundos― Denkungsart, maneras
de pensar, “equipamiento mental”, Styles
of thought (los politólogos norteamericanos hacen, por ejemplo, de lo que
llaman el “estilo paranoico” “a mode of social thought” [un modo de pensamiento
social], propio de ciertos sectores políticos radicales de Estados Unidos[6]), Gedachtenvormen (en Johan Huizinga), épistémè (cuando la palabra está
desplazada del estudio de disciplinas esotéricas a la doxa y a los discursos públicos)… Se podría hablar incluso de un
“espíritu”, como Augustin Cochin, exhumado por François Furet, caracterizó en
otro tiempo como “el espíritu del jacobinismo”, espíritu “libresco” generador
de convicciones específicas e inspirador de acción. (Augustin Cochin, famoso
historiador contrarrevolucionario, había tomado como objeto de estudios las
“Sociedades del pensamiento” antes de 1789. Describió el florecimiento de una
lógica nueva que llamó “filosófica” simplemente, o por anticipacion,
“jacobina”, que le parecía a la vez singular, en el fondo falaz, y lógicamente
portadora de crímenes futuros, deducidos y justificados “de manera abstracta”
por los Robespierre y los hombres de la doctrina del Terror[7]. Ve
florecer en el pequeño personal “filosófico” antes de la Revolución una forma
de pensar, aplaudida y estimada en ciertos círculos, que permite dar la espalda,
en todas las circunstancias, a lo real y a la experiencia del mundo, “el éxito
en adelante está en la idea distinta, aquella de la que se habla, no en la idea
fecunda que se verifica”[8]. Lo
que lo retiene es la invención por parte de estas Sociedades del pensamiento de
alguien que se llamará un día Homo
ideologicus, hombre nuevo apto para teorizar y especular incansablemente,
para cambiar el mundo “sobre el papel”, para debatir ideas “puras” y destinadas
a separar de su línea de mira el mundo empírico, sus complejidades y sus tensiones).
También
se encuentra frecuentemente la expresión “mecanismos mentales”, como el
“maniqueísmo” del que hablo más adelante se califica de buena gana de
“mecanismo mental” juzgado apropiado en ciertas “familias del espíritu”,
particularmente embebidas de “ideología” en uno de los sentidos, peyorativos,
de esta palabra.
El
mismo género de mentalismo se encuentra en los sintagmas compuestos por
“pensamiento ~~”, como “pensamiento conspirativo”, expresión que está bien
atestiguada. Dedico también algunas líneas a este “pensamiento” y a sus
múltiples avatares en la historia moderna un poco más adelante.
La
enumeración de términos diversos en los párrafos precedentes hace aparecer un
vasto problema que no se ha tratado ampliamente. ¿De qué se quiere hablar con
estas categorías intuitivas que parecen, sin embargo, apuntar todas a una
problemática determinada y que, en realidad, se refieren a imposiciones
argumentativas que impresionaron a tal o cual historiador de las ideas que
analiza los archivos? ¿Se pueden periodizar estas categorías, confrontarlas,
situarlas en la “topografía” de las culturas y de los medios sociales y su
devenir? ¿Se pueden explicar su génesis y su dinámica?
Para
remontarnos al pasado de la historiografía francesa, la noción de “equipamiento
mental” que condiciona las ideas de una época está en el centro de la reflexión
de Lucien Febvre en la década de 1940. El historiador ―recordaba― siempre está
acechado por el anacronismo psicológico. Para evitar este defecto importante,
es necesario que no opere con sus propias categorías “mentales” modernas, que
no proyecte a su estudio las preocupaciones y los presupuestos que los seres
humanos del pasado no podían concebir, sino que se esfuerce en reconstituir
―decía― el “equipamiento mental” del que podían disponer los hombres y las
mujeres de la época que estudia. Estos son el método y la regla heurística
fecundos de Lucien Febvre en sus estudios sobre Lutero, Rabelais[9],
sobre Margarita de Navarra. El “equipamiento mental” no es un complejo de
concepciones y proposiciones creíbles en un momento dado, sino la gnoseología
subyacente en un estado de civilización y en su producción de opiniones y de
doctrinas. Una gnoseología, es decir, un conjunto de reglas fundamentales que
deciden la función cognitiva de los discursos, que modelan los discursos como
operaciones cognitivas y “convincentes”.
La noción de intraducibilidad
argumentativa en Carl Becker
El
gran historiador norteamericano de antes de la guerra Carl Becker había
desarrollado el concepto, interesante, pero no demasiado claro, de “clima
intelectual”, de “climas de opinión” sucesivos que marcan la historia de las
ideas y, entre los cuales ―unidad de la razón humana o no―, la incomprensión
sería radical[10].
Becker analiza, por ejemplo, un pasaje de Santo Tomás de Aquino sobre el
derecho natural, un desarrollo sobre la monarquía en Dante. No es que el lector
moderno esté en desacuerdo con estos pensadores de otros tiempos, que piense de
otra forma respecto de estos temas, suponiendo que piensa algo, lo que sucede es
que se encuentra ―dice Becker― ante una manera de razonar y de persuadir radicalmente diferente, una manera que
no puede percibir más que, del principio al fin, como absurda, ininteligible.
Está ubicado ante “la imposibilidad de pensar de ese modo”, para trasladar a Michel Foucault[11]. “Lo
que me molesta ―escribe en sustancia Becker― es que no se podría descartar a
Dante o a Santo Tomás como a personas poco inteligentes. Si su argumentación
nos es ininteligible, este hecho no puede atribuirse a una falta de
inteligencia de su parte”. Que una argumentación apele o no al consentimiento
dependía entonces de su sentido “del clima de opinión en la que estaba inmersa”[12]. Este
“clima” se define como un filtro que impone a Dante y a Santo Tomás “un uso
particular de la inteligencia y un tipo de lógica especial”. Vago todo esto…
Una definición así queda oscura, pero Carl Becker había metido el dedo en un
hecho curioso, omnipresente e ignorado. Incorporaba en este “clima” la creencia
literal en el relato del Génesis y una especie de gnoseología existencial ad hoc, “la existencia que era concebida
por el hombre medieval como un drama cósmico compuesto por un dramaturgo supremo
que seguía una intriga central y un plan racional”. Santo Tomás de Aquino no
puede ni persuadirnos ni ser refutado o sometido a objeciones por nosotros,
constata Carl Becker, pues se ha vuelto racionalmente
intraducible. Ni siquiera se puede decretar que sus demostraciones son
discutibles, frágiles o engañosas; son simplemente ininteligibles en vista de
lo que consideramos como racional. “Lo único que no podemos hacer con la Summa de Santo Tomás es cruzar sus
argumentos en su propio terreno. Tampoco podemos consentirlos ni refutarlos…
Sus conclusiones no nos parecen ni verdaderas ni falsas, sino solo
irrelevantes”[13].
Se
podrían aportar en este contexto de retrospectiva histórica otros ejemplos
abundantes: el derecho divino de los reyes se sostuvo durante siglos de
argumentaciones sutiles teológico-jurídicas… No es de nuevo que no esté “de
acuerdo” con los juristas del pasado, es que me enfrento a otra manera de
pensar “aberrante”, para emplear por una vez con derecho este adjetivo
deshonrado, desde sus presupuestos hasta sus conclusiones. Pasará lo mismo al
evocar los objetos discursivos no del pasado lejano, sino de fines del siglo
XIX, con los cuales tuve que trabajar, la argumentación que sostenía la
nosografía de la histeria según la escuela de Charcot, o la misión histórica
del proletariado, o la Zusammenbruchstheorie
o tesis del desmoronamiento fatal a mediano plazo del modo de producción
capitalista, o incluso el Missing Link,
el “eslabón perdido” de la paleontología humana… Lo que debe interesar y
retener al historiador, a mi ver, no es tanto la idea central, la tesis, devaluada, sino muy precisamente lo que la sostenía: los razonamientos persuasivos,
los hechos alegados, confrontados e interpretados, que estaban entretejidos
alrededor de ella[14].
La
imputación de irracionalidad se aplica con demasiada facilidad al pasado
cognitivo. Es fácil y estéril. La alquimia, la astrología, la geomancia, la
frenología son ciencias devaluadas cuyos presupuestos y proceso suelen ser
juzgados en nuestros días como “irracionales” de principio a fin. Pero “en su
tiempo”, debo reconocer que no lo eran en absoluto para los “buenos espíritus”.
Que los razonamientos del pasado no nos parezcan más racionales no permite
descartarlos sin escrutar la “lógica”, pues no es razonable pensar que el
presente sea el juez último del pasado, y no es indiferente ver que, en el
pasado, ciertas ideas, ciertas tesis se hayan derivado de un esfuerzo sostenido
de racionalización y demostración, aunque estos razonamientos mismos se hayan vuelto
incomprensibles. No doy, entonces, como lo sugería al comienzo, a “racional”
más que un sentido histórico: es el conjunto de esquemas argumentativos y de “procesos”
persuasivas que fueron aceptados en alguna parte en un momento determinado por
personas que la sociedad consideraba sagaces y razonables.
La noción de rareza en la historia
de las ideas
Los
postulados de la coherencia interna y
de la creatividad en situación que
servían tradicionalmente para identificar los sujetos pensantes y disertantes fueron
mostrados por Foucault como problemáticos y falaces. Ese es su aporte más
elemental, pero también el más fundamental. La formación discursiva es un
sistema modelizante que determina a mediano plazo un decible local y un
probable particular, de manera que solo pueden expresarse allí algunas
tematizaciones[15].
El conjunto formado de este modo no es “plenitud y riqueza infinita”[16],
está formado por tensiones entrópicas con un margen de variaciones, lo que se
puede designar como que establece, en un momento y en un sector dados, lo decible y lo pensable más allá de lo cual no se puede distinguir (si no es por
anacronismo), el noch nicht Gesagtes,
lo “no dicho todavía”[17].
Una
idea nunca deja de ser histórica: no se puede tener cualquier idea, creencia,
opinión, sostener cualquier “programa de verdad” en cualquier época. En cada
época, la oferta se limita a un manojo restringido con predominios y
emergencias. Los “espíritus audaces” lo son incluso de acuerdo con su tiempo.
Las ideas nuevas no salen naturalmente de la Observación y de la Reflexión.
Ciertamente no hay un misterioso Zeitgeist,
un Espíritu de la época, que impregne a todos los hombres, pero en todos los
tiempos hay límites rigurosos a lo pensable y a lo razonable, límites
invisibles, imperceptibles por la naturaleza de las cosas que están adentro. Es esta limitación inherente la
que Foucault designaba como “rareza” discursiva: nunca todo es dicho, decible o concebible, y cada conjunto discursivo
está sometido a tensiones limitantes y rarificadoras principalmente en lo que
respecta a las reglas admisibles de paso de una “idea”, o para hablar de un
modo más riguroso, de una proposición a otra.
Arsenales argumentativos y largos
plazos. Reducción de la masa discursiva a un “arsenal” breve de esquemas
genéticos
De
estas dos constantes, la de la rareza
limitadora de preconstructos y de esquemas demostrativos aceptables bajo la
abundancia superficial de las ocurrencias, de los “textos”, y la de la
especificidad y las variantes históricas de la prueba y de lo convincente,
extraigo lo que me parece debe ser el rol eminente que puede desempeñar la
retórica ubicada en el centro de la historia intelectual y cultural. El
análisis retórico permite, en efecto, reducir
la diversidad tornasolada de las “realizaciones” y de las individualidades que
se las apropian “en situación” a un breve
arsenal de medios argumentativos recurrentes. A un “Immerwiedergleich” (según la expresión de Walter Benjamin[18]): el
análisis retórico hace percibir en el mediano plazo el eterno retorno de lo
mismo. Hace percibir estas recurrencias en una periodicidad a quo y ad quem, de la cual es imposible fijar los límites. Permite construir
de este modo los tipos ideales
apuntalados por las tendencias retóricas marcadas en el mediano y el largo
plazo[19].
Esto,
que aplico al estudio de las ideas del pasado, es válido mutatis mutandis, por otra parte, para el análisis de la doxa de
nuestra época. Al que está inmerso en el discurso de su época ―a ustedes y a mí―
“los árboles siempre le ocultan el bosque”. Al asistir a los debates azuzados
en política, a los enfrentamientos de antipatías estéticas, al percibir las
especializaciones y las especificaciones, los talentos y las opiniones
diversos, la rareza de los repertorios retóricos y la presión de la hegemonía
discursiva permanecen ocultos.
El reduccionismo metodológico de
Albert Hirschman
El
filósofo e historiador de Harvard Albert O. Hirschman estudió la “retórica
reaccionaria”, The Rhetoric of Reaction,
y reconstruyó el tipo ideal invariable, compuesto de tres grandes esquemas
argumentativos, en los dos siglos modernos[20].
Hirschman redujo, en efecto, toda la argumentación antiprogresista durante dos
siglos ―desde Burke, que escribió contra la Revolución francesa y profetizó sus
fracasos y sus horrores, hasta nuestros días del lado de la derecha
norteamericana contra los “liberales”, su feminismo, su “discriminación
positiva” y sus programas sociales― a solo tres formas de objeciones
recurrentes dirigidas a innumerables avatares, pero siempre vertidas en el
mismo esquema a los reformadores de todos los tiempos: Innocuity, Jeopardy, Perversity, son los argumentos de la
inocuidad, de la puesta en peligro y del efecto perverso.
Recuerdo
esquemáticamente las definiciones. 1. La
inocuidad. La reforma propuesta es vana porque no cambiará la naturaleza de
las cosas; las cosas volverán, se haga lo que se haga, a lo que son por
naturaleza. No se puede cambiar el curso de los astros, modificar el movimiento
de las estaciones. 2. Perversity, el
efecto perverso. La medida destinada a hacer progresar la sociedad o a
eliminar un mal supuesto, la hará efectivamente reaccionar ―se pretende
demostrar―, pero eso será en el sentido
contrario al esperado. 3. Jeopardy o
la puesta en peligro. Consiste en decir que la reforma imaginada pondrá en peligro ciertas ventajas
adquiridas, que acarreará “costos” que el reformador, por otra parte, no
debería querer consentir y esto, por un resultado incierto. Este topos refleja la lógica gnómica que dice
que más vale pájaro en mano que cien
volando.
El
argumento de la pendiente fatal[21]. A
mi ver, el paradigma ternario de Hirschman es incompleto y no da cuenta de
todas las estrategias más recurrentes de toda argumentación antiprogresista,
“reaccionaria” en este sentido preciso, especialmente. El esquema que falta y
que es, de algún modo, el más “original” es el de la pendiente fatal: usted
quiere A (que me desagrada, pero me cuido bien de decírselo), usted quiere
quizás B, que se sigue fatalmente, pero seguramente usted no quiere C, que
también es fatal en un plazo; yo veo este encadenamiento, se lo muestro y
demuestro que, como ni usted ni yo queremos el resultado último C, es necesario
que renuncie a apoyar A porque las consecuencias automáticas derivan en C a
mediano plazo. Es el argumento actual contra los matrimonios “gay”; usted
quiere que los homosexuales se casen, muy bien; entonces, debería querer que
adoptaran hijos, sigue estando bien, al menos según usted; que ellos críen
hijos en la normalidad de la vida homosexual y su apología… ¡Ah! Allí usted
duda: renuncia, entonces, a apoyar la primera etapa de un encadenamiento fatal.
Se considera que la consecuencia última prevista reconcilia en el rechazo al argumentador reaccionario y a su
adversario.
Este
argumento por encadenamiento sirvió desde 1848 para poner en guardia al público
que podía sentir debilidad por las ideas socializantes. Se comienza por
criticar la propiedad, después se
atentará contra la familia y,
finalmente, ¡se hará la guerra a Dios!
O bien y sobre todo, en sentido inverso y remontando al pasado reciente donde
se situaba la primera etapa que encadenaba hacia un porvenir fatal y desolador:
los deístas del siglo XVIII que negaban y blasfemaban contra la religión
revelada han allanado el camino a los comunistas, destructores de la propiedad
y de la familia. Voltaire y su repugnante sonrisa preparan Babeuf… La tesis
reaccionaria, la de los controversistas católicos especialmente, es que no hay
que detenerse, que es imposible detenerse en un camino tan malo, sino que hay
que dar marcha atrás a todo, anular
la primera etapa del deslizamiento iniciado hacia la desolación y volver al
Bien: “Fuera de la religión revelada, no puede haber más que el yugo del hombre
sobre el hombre, la disolución de todos los vínculos […], la destrucción de
todos los derechos, de todos los deberes”[22]. En
este aspecto, este primer esquema es el único que es, por estructura,
re-accionario: no solo invita a no cambiar las cosas, demuestra que hay que
volver hacia atrás y corregir el presente y su “mala pendiente” iniciada en
nombre de un pasado irreflexivamente repudiado. El argumento del encadenamiento
o del engranaje está hecho para concluir en una alternativa, en una elección sin intermediario entre el Bien
integral perdido y el Mal en progreso. Este argumento de la pendiente fatal,
del engranaje, tiene la ventaja de recordarle al adversario sin luces que no
domina en absoluto el encadenamiento de las probables consecuencias de las
medidas “progresistas” que apoya. El argumento es el del perspicaz dirigido al ciego
o más bien al miope. Y justamente porque este miope va a hallarse desolado ante
los resultados ya imprevistos de sus primeras medidas, será arrastrado a
corregirlas por otras medidas del mismo tipo; es decir, que se predice que va a
participar activamente en la perversión por el engranaje de su propio proyecto,
monstruo que lo devorará.
Por
mi parte, desarrollé esta idea de un arsenal formado por una cantidad finita de
argumentos recurrentes en el mediano plazo en mi Rhétorique de l’anti-socialisme, 1830-1914[23]. En
ese libro, estudio un siglo de polémicas y de ataques contra el socialismo, de
refutación de sus doctrinas y de denuncia de sus acciones. La polémica
antisocialista fue indiscutida, en la modernidad política, entre los más
activos, los más violentos, los más obstinados. De una generación a otra, desde
la Restauración, movilizó continuamente una coalición de refutadores de
diversos frentes. Me había propuesto, no obstante, hacer aparecer, en el largo
período histórico, el eterno retorno de una serie finita de tácticas
refutadoras y acusadoras, de tesis y de argumentos, que formaban este arsenal del que extraían las sucesivas
generaciones de polemistas. Desde que aparecieron las primeras escuelas que un
neologismo (fechado en 1832) iba a designar como “socialistas” ―y tan
contradictorias entre ellas como podían ser los sistemas de Fourier, de Owen,
de Saint-Simon y otros “profetas” románticos―, una buena parte de la opinión se
alzó contra las doctrinas y los programas que prometían poner término a los males
que sufre la sociedad, pero que juzgaban absurdos, quiméricos así como impíos,
peligrosos, malvados y se emplearon hordas de ensayistas para demostrar al
publico su falsedad y su nocividad. Estos argumentos no se usan en absoluto
hoy, se pueden relevar, al menos, los últimos avatares en los ensayos de los
adversarios de un socialismo que, al menos en su forma doctrinaria y
determinista, pertenece al pasado[24].
De
hecho, uno puede señalar cada semana, si lo compra, en Le Monde diplomatique, argumentaciones recurrentes que buscan
diagnosticar, denunciar y encontrar un remedio “radical” al mal social y su
eterno retorno, denunciar la hegemonía de los poderosos y aplaudir sus
fracasos… y uno reconocería maneras de
razonar sobre lo social y lo político que no pertenecen a la lógica
intemporal, sino que se encuentran ya en un Saint-Simon o en un Fourier, en
Louis Blanc o en Proudhon. Algunas de estas maneras de razonar siguen siendo
familiares en un sector etiquetado como la “extrema izquierda”, aunque sean
engañosas para el juicio “exterior”, están provistas de “buenas razones” para
los que las cobijan y las consumen, pero son, sin embargo, de una lógica
idiosincrásica y están compuestas por presupuestos considerados, por otra
parte, indefendibles.
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Me
propongo ahora esbozar algunos
análisis extraídos de mis investigaciones en la historia de las ideas políticas
y susceptibles de hacer percibir en contexto las dos características de rareza y singularidad específica de los modos o las lógicas de razonamiento
propios de ciertas tradiciones a las cuales se adjudicó hacia 1840 el término
de “Ideologías”. Comenzaré por la invención romántica de la crítica social[25].
Comentario
sobre la evolución semántica de “ideología”: Louis Reybaud, periodista liberal,
brindó la principal contribución al conocimiento entre los letrados de las
nuevas teorías a las que se adjudicaba desde 1832 aproximadamente el término
“socialismo” con sus Études sur les
réformateurs socialistes modernes, obra compuesta por artículos que habían
aparecido desde 1837 en la Revue des Deux
Mondes. Se puede acreditar su recuerdo de un neologismo de sentido:
Reybaud, un poco antes que Marx, modificó en su sentido moderno el olvidado término de Destutt de Tracy, ideología, y le dio el sentido de
programa político especulativo: “… las ideologías puras, las teorías
metafísicas, políticas o religiosas…”[26].
La lógica utópico-gnóstica
Traté
de describir en muchos de mis libros[27], con
toda la fuerza persuasiva que poseía, un modo estructurado de razonamiento que
atraviesa los dos siglos modernos y que califiqué de “utópico-gnóstico” (no
volveré a explicar aquí por falta de espacio estos dos términos que consideré
oportuno aparear), modo resueltamente contrario al “positivismo” empirista,
pero cuya fuerza de convicción se apoya sobre “buenas razones”. La articulación
de la crítica social y de una contraproposición utópica (que se presenta como
una previsión demostrada) está en el centro de mis análisis. Me limitaré aquí a
sintetizar la caracterización de conjunto.
Se
puede señalar a través de estos dos siglos desde los tiempos románticos una
cierta manera constante de argumentar la sociedad como algo que “va mal” y que
“no puede durar más”, argumentación que desemboca en la promesa de un mundo
nuevo inminente, lo que designo como una de las lógicas fundamentales de la modernidad. Esta evolucionó desde
entonces en un conflicto permanente, insuperable, con las otras axiomáticas del
conocimiento discursivo. Se ve cómo se constituye integralmente desde el primer
tercio del siglo XIX un encadenamiento
propio de los razonamientos sobre una sociedad “enferma”, sobre un estado
social que ya no puede durar y sobre su inevitable y próximo reemplazo por una
sociedad justa y buena, paradigma cuyo poder persuasivo y movilizador fue
inmenso y que sigue acechando a toda costa ―cerca de dos siglos más tarde,
habiendo perdido sus fundamentos, su relativa cohesión y lo que hizo su fuerza
de evidencia― toda crítica social posible. Estas doctrinas se despliegan en un recorrido inmutable de una crítica a una
solución, del mal constatado al remedio definitivo.
Nada
causa más escándalo que hacer ver los males del presente desde el punto de vista de un futuro garantizado
del cual habrán sido erradicados. En los tiempos románticos, este procedimiento
se presentó como el buen método, “la exposición elemental de una doctrina
social seria se presenta naturalmente con dos caras ―mostraba Victor
Considérant―: la crítica de la sociedad antigua y el desarrollo de
instituciones nuevas. Conviene conocer el mal para determinar el remedio”[28].
Victor Considérant, el jefe de los fourieristas, encadena con soltura:
“Construyamos, entonces, a través del pensamiento […] una sociedad en la cual
las causas sociales del mal no existan”[29]. Y
habiéndola construido, trabajemos para hacerla llegar y destruir la malvada
sociedad actual que conmociona tanto al corazón como a la razón.
Ahora
bien, esta manera de razonar que el líder fourierista Considérant, por su
parte, calificaba ventajosamente de “ciencia social” va a parecer como puro
delirio en el campo de los economistas (J.-Baptiste Say, Frédéric Bastiat…) y de
los pensadores políticos liberales y conservadores de la Monarquía de Julio.
Los socialistas no solo no tienen razón,
a los ojos de estos notables, se colocan con sus teorías insanas fuera de lo
argumentable. Es a esta ruptura cognitiva
entre la razón inmanente y el principio de esperanza a la que dedico los
libros que menciono. El discurso de la locura va a acompañar, a partir de 1848,
la historia de las ideas socialistas. Louis Veuillot se lleva la mano a la
sien: “¡Están locos! ¡Locos!”, grita[30]. El
socialismo hace ver ―explican los eruditos durante la Segunda República― sus
subcategorías patológicas: “Lo que se denomina ‘socialistas’ es un género inmenso de soñadores, de
insensatos y de enfermos, divididos en familias
de sansimonianos, fourieristas, comunistas, babouvistas…”[31]. El Viaje a Icaria “podría pasar por la obra
de un loco”[32].
Pierre Leroux es un “cerebro abandonado sin recursos por los médicos”, es el
“bello ideal de la locura”[33].
Para Proudhon, el caso estaba aún más claro, con citas que lo apoyan, “habría
que enviarlo a un manicomio”[34],
etc.
La
crítica radical del presente, en la modernidad (posreligiosa), se hace en
nombre de un porvenir previsto y asegurado, y desde Saint-Simon hasta los
futuros “socialistas científicos”, de un futuro científicamente demostrado como inevitable, lo que no podía más que
alentar a aquellos que asumían el mandato recibido de este porvenir mejor. “No
se puede definir la palabra Progreso
―escribe Victor Considérant―, y no se adquiere el derecho científico de
servirse de él a menos que se responda a estas dos preguntas: de dónde viene la sociedad y adónde debe conducir”[35]. Por
contraste, en cambio, la previsión extrapolada de las tendencias del pasado por
el futuro puede llegar finalmente a servir para “explicar” el presente e
indicar con certeza qué hacer en él. Aquí también, para los adversarios de las grandes
esperanzas, estamos en el razonamiento circular. El razonamiento militante
denuncia ciertos aspectos del mundo presente y los muestra irrevocablemente
condenados al horizonte de un no-todavía, de un noch-nicht, vuelvo sobre el concepto de Ernst Block. Este no-todavía
se transformó en tribunal del mundo presente. “Libertad, igualdad, fraternidad”, no es más que una fórmula
vacía hoy, escribe el romántico Pierre Leroux: “Su reino no ha llegado todavía,
pero llegará: crece en el presente para el futuro; y como es a ella a la que
pertenecerá el porvenir, es ella la que ya juzga el presente”[36]. El
compañero anarquista Piotr Kropotkin lo dirá también más tarde comparando las
teorías socialistas y anarquistas; el futuro previsto permite juzgar el
presente, sirve como una especie de brújula para guiarse en los tiempos
oscuros: “Cada partido tiene así su concepción del futuro. Tiene su ideal que
le sirve para juzgar todos los hechos que se producen en la vida política y
económica, así como para encontrar los medios de acción que le son propios”[37]. El
futuro garantizado guía al militante en los tiempos oscuros, es “como un faro
que está sobre pilotes en el mar: es la claridad que resalta los escollos, es
el símbolo de la esperanza”[38].
La
única comparación entre “el estado actual de la sociedad humana y el estado que
debería ser y que podría ser desde mañana, desde hoy”, si los hombres lo
quisieran, va a conferir un mandato imperativo resplandeciente a quien siguiera
el razonamiento hasta el final[39]. Es
lo que otros consideraron el paralogismo central: el doctrinario proyecta en el
futuro una concepción ideal, extrapolada de la indignación que le inspira el
mundo, luego obtiene de ella una prueba para el futuro, hace de este futuro
mejor el juez del presente y demuestra, por una serie de peticiones de
principio, que la sociedad es no solo maligna y criminal, sino también precaria
y condenada a desaparecer. La crítica del presente se funda, entonces, en una visión del mañana, la razón crítica se
funda en una ficción, en una conjetura racional.
¿Qué prefiere usted ―intimaba la propaganda de la Internacional antes de 1917―:
el capitalismo, su explotación, sus miserias y sus ruinas, o el colectivismo,
su justicia igualitaria y su abundancia planificada? Buena pregunta a los ojos
de los militantes, plantearla era responderla… Los economistas liberales que no
creían en este contraste cautivante
no hacían más que revelar la negrura de su alma. La alternativa articula de
manera oratoria, bien “clásica” justamente, una pars destruens empírica y una pars
construens.
La “hipótesis intelectualista”.
Razonamiento y utopía
El
primer tipo de reproche hecho a los doctrinarios de la Segunda Internacional desde el interior del movimiento obrero
es el de dar prueba de un intelectualismo “libresco”. George Sorel, gran
colaborador del Movimiento social,
que estaba dotado en un alto grado del espíritu de contradicción, trató de
caracterizar este tipo de epistemología razonadora de los teóricos de partido,
que era particularmente inepta a sus ojos para comprender el movimiento de la
historia real y particularmente alejada de todo cariz de espíritu
“materialista”. Calificaba el proceso como “hipótesis intelectualista”: todo lo
que es racional se convierte en real ¡y todo lo que es deseable se deduce como
realizable! Este intelectualismo transforma los conceptos (bien soberano,
unidad del género humano, igualdad social, derecho a la felicidad) en objetivos a alcanzar. Inversamente, lo
que es lógicamente inútil debe y va a “desvanecerse” y esta es, según Sorel, la
dinámica de los cuadros del socialismo realizado que abundan en el impreso
doctrinal de la Segunda Internacional:
La clase burguesa se ha vuelto inútil, desaparece;
la distinción de clases es un anacronismo, se la suprime; la autoridad política
del Estado no tiene más razón de ser, se desvanece; la organización social de
la producción que sigue un plan determinado se vuelve posible y deseable, se la
realiza, etc. Así hablan los discípulos de Engels[40].
Un
intelectualismo así lleva a la petición de principio que, de hecho, no es
difícil de detectar en los escritos de los pensadores socialistas
revolucionarios. He aquí un ejemplo evidente en una obra “seria” sobre la
sociedad que saldría de la próxima revolución:
La insuficiencia de un producto es inadmisible en la
sociedad colectivista. Este régimen, de hecho, no tiene razón de ser si no saca
un mejor partido que el régimen actual de los medios de producción que le serán
confiados[41].
El
esquema de la “prueba del futuro” persiste en el socialismo científico de
principios de siglo y forma la tela de los discursos de las reuniones: “Después
de haber señalado el mal, su causa y sus efectos, [Jules] Guesde demostró que
el remedio está en la socialización de los medios de producción…”[42].
Todos los publicistas liberales y los “moderados” denunciaron, dando así prueba
a los ojos de los espíritus humanitarios de su maldad innata, el paralogismo
descripto por Pareto, que saca el remedio de la constatación del mal y de la
atribución a ese mal de una causa subyacente única que hay que eliminar: hay
miseria con la propiedad individual, por lo tanto, hay que suprimirla y reemplazarla
por su opuesto, la propiedad colectiva; hay gente que no tiene trabajo, por lo
tanto, el Estado puede y debe dar trabajo a todo el mundo… En la crítica
social, denunciar los vicios de un sistema parece implicar la capacidad de
eliminarlos e invitar a mostrar que su eliminación es inevitable.
Razonamientos apagógicos, principios
de los “sofismas” de la esperanza
Fue
el primer escándalo moral para todos los ensayistas de principios del siglo
XIX, de Joseph de Maistre a Proudhon inclusive, el de la discordancia entre el
mérito y la suerte. “¡La felicidad de los malvados, la desgracia de los justos!
Ese es el gran escándalo de la razón humana”[43]. He
aquí el gran escándalo para Joseph de Maistre, pero como teócrata que era podía
someterse humildemente a los caminos de la Providencia y creer en un Dios
justiciero. Ni Saint-Simon, ni Proudhon, ni Collins, ni Pierre Leroux, ni los
otros creían más en una providencia de este tipo. Y sin embargo, no logran
deshacerse de la idea de que, sin justificación
de las acciones humanas, ningún pensamiento social podrá conseguir fundarse.
Pues es necesario preguntarse, antes de disertar sobre una organización social
mejor y más justa, si el justo aquí no es necesariamente un imbécil, y si “el
bribón, hipócrita y hábil, no es el único en razonar de un modo justo”[44].
Aquí está, entonces, finalmente, el primer escándalo de la vida en sociedad: no
se puede razonar más que ab absurdo,
lo que vuelve a sacar del absurdo general cualquier cosa “fundada en razón”.
El
razonamiento fundamental de Charles Fourier (y es el motivo por el que el
doctrinario de la atracción apasionada tenía necesidad, a simple título
retórico, de invocar constantemente a “Dios”) es típicamente apagógico: cómo
suponer que Dios haya querido la desgracia de los hombres, que les haya dado
las pasiones para aumentar y perpetuar sus miserias, sus inclinaciones,
sabiendo que, hagamos lo que hagamos, nos conducirían a nuestro mal, que esté
contento de crear clases donde unos son condenados a la indigencia para
permitir a los otros ser felices. Eso no es posible: “Dios” no quiso eso, es,
entonces, el absurdo civilizado que debemos al mundo al revés en el que
vivimos… Todo Fourier está aquí:
¿Cómo suponer que “Dios” haya querido ―de cualquier manera en que se organizaran
y trataran de coexistir― el mal de los hombres en la sociedad? Imposible
admitirlo, entonces, es la sociedad
la que está mal organizada; en el mundo social, de nuestras pasiones liberadas
nacerán, finalmente, la felicidad colectiva y la armonía.
Otro
ejemplo conectado:
la larga duración de las denuncias y las requisitorias del socialismo
El
discurso socialista, desde que aparece y se despliega alrededor de 1848, da un
gran lugar a la continua denuncia de los “renegados”, de aquellos que, habiendo
visto la luz del socialismo, “fueron a tender la mano a la burguesía”, de la
“turba inmunda” de los traidores, de los engañosos, de los judas…. Como las
Furias mitológicas, el discurso militante los persiguió incansablemente. En la
odiosa polémica que opone permanentemente las diferentes “sectas” de la Segunda
Internacional, las fracciones y partidos en competencia no cesaron de descubrir
a los culpables de las “intrigas antisocialistas” en las filas de sus
adversarios. El socialismo organizado no dejó, mucho antes de los tiempos
estalinistas, de “desenmascarar” a los “traidores” y a los “delatores” que se
habían deslizado en sus filas, los ejecutó públicamente como “vendidos” a la
burguesía y, anticipadamente, los arrojó al basurero de la historia. La
argumentación contra los disidentes y los opositores trata siempre de demostrar
dos cosas: su complicidad objetiva
con la clase enemiga y su culpabilidad
por amalgama. “Objetivamente” aliados de la burguesía: ese es el adverbio,
bien atestiguado, de la requisitoria de los marxistas-guedistas contra los
compañeros anarquistas y contra los anarco-socialistas hacia 1800-1900. El
Partido Obrero extrajo todo tipo de consecuencias y los procesos que instruyó
permanentemente en sus diarios contra los traidores se desarrollaron según la
“lógica” que guiaría un día a los fiscales soviéticos: amalgama, sofisma del
razonamiento ex post facto, paso de
la “complicidad objetiva” a la acusación de estar “a sueldo” del Capital.
No
se puede más que constatar esta evidencia, apenas reconocida: cerca de los tribunales
y los pelotones de fusilamiento (lo que, sin duda, no es poco), las acusaciones
encarnizadas y tortuosas y las maniobras de depuración en la Europa socialista
antes de 1914 son idénticas al vocabulario próximo a los procedimientos de
denuncia que florecieron en el curso de los grandes procesos estalinistas. Conducen
a las mismas acusaciones de traición urdidas desde hacía mucho tiempo, de
complacencia en la ignominia y de prostitución en el capitalismo. Viendo
desplegarse estas polémicas de varios años que conducen a exigencias de
“depuración” del partido (palabra clave de los congresos), se descubre, toda
armada, una lógica inmanente de los odios militantes, provista directamente de
todos los paralogismos y abierta a todos los desvíos de la época en que los
Vichynski hacían requerimientos en nombre del pueblo soviético. “Los traidores
y los renegados del socialismo no pueden hacer un trabajo leal. No es por nada
que se han pasado al enemigo”, recuerda la prensa guedista, que denuncia día
tras días a los Millerand, Viviani, Briand, Biétry y otros renegados de la belle époque que “cambiaron de bando” y
“tendieron la mano a la burguesía”[45].
El pensamiento binario
…
Se trata aquí de un fenómeno elemental y mucho más extendido, polivalente y
metamórfico, susceptible de mantener, sin embargo, la atención en la medida en
que, como tendencia interpretativa mecánica y sistemática, no es, no obstante,
universal, y en todo estado de sociedad, espontáneo, “natural” y convincente
para unos, exaspera a otros espíritus que se sienten moderados y matizados y
detestan a los que piensan “en blanco y negro”.
Vilfredo
Pareto señala, en sus análisis mucho más perspicaces que hostiles de los
escritos socialistas de 1900, la omnipresencia del pensamiento binario y, de
hecho, el inicio de una sofística[46]. De
hecho, pone en el centro de su crítica de los sistemas socialistas una manera de razonar sobre lo social por
alternativas y antítesis. Esta “dialéctica”, según su impresión, es típicamente
aristotélica, pero ¡en absoluto hegeliano-marxista! “El error de muchos
socialistas ―escribe Pareto― es que razonan, sin percibirlo, por antítesis.
Habiendo demostrado que de una institución actual derivan los males y las
injusticias, saltan a la consecuencia de que hay que abolirla y poner en su
lugar una institución fundada en el principio diametralmente opuesto”. Vilfredo
Pareto desmenuza otros paralogismos binarios de los reformadores a través del
tiempo. Por ejemplo:
En general, los reformadores tienen la tendencia de
razonar de la siguiente manera. Suponen, primero, que debe haber necesariamente
un sistema para obtener los felices resultados que desean; luego, plantean el
dilema: este sistema debe ser A o B; se demuestra que no es B, resulta que es A[47].
Así,
“declaman” los socialistas, toda crítica consecuente de la sociedad burguesa
debe conducir necesariamente a adherir a la solución colectivista que es
precisamente la inversa. Ahora bien, esta forma de razonar no es nueva ni
propia del socialismo moderno y Pareto no se equivoca al verla funcionar ya en
Tomás Moro, con la reserva, agregaría yo, de que el humanista inglés no
desarrollaba más que una experiencia mental, Denkexperiment, y no un programa positivo. “El razonamiento que
hace más o menos conscientemente Moro, así como la mayor parte de los
reformadores, parece ser el siguiente: A produce B, que es dañino, C es lo
contrario de A, por lo tanto, reemplazando A por C haremos desaparecer B y
terminarán los males que afligen a la sociedad”[48].
De
hecho, en el centro de los grandes programas sociales modernos se encuentra
inevitablemente el enunciado condensado del mal, de su causa última, de su
carácter contingente, y del remedio obtenido por la inversión de la
constatación del mal, y probado a
contrario. Así aparece, típicamente, en el programa de los comunistas
icarianos hacia 1848:
Todo el mal proviene, en todas partes, del hecho de
que la sociedad está mal organizada;
y el vicio principal de la organización social y política en todas partes es
que esta organización tiene por principio el
individualismo o el egoísmo. […] El remedio
está entonces en el principio
contrario, en el comunismo, o en el
interés común y público, es decir, en la comunidad[49].
Maniqueísmos de combate y dilemas
históricos
El
binarismo del pensamiento se aplica predominantemente a la crítica social y al
formateado dogmático de los dilemas de la coyuntura: “crecer o desaparecer”,
“socialismo o barbarie”… Los doctrinarios católicos del siglo XIX adoptan
fácilmente el dilema apocalíptico: o el repudio del error modernista condenado
por el Syllabus, el regreso a la
sumisión de los pueblos a la Iglesia, “la salvación por la obediencia y por el
retorno a la obediencia o la muerte en la revuelta y por la revuelta”[50].
Esto vuelve a decir: con nosotros o contra nosotros, no hay un tercer camino.
¡Nada de medio! Con nosotros sin la menor reserva, o contra nosotros y
situados, entonces, sépanlo, ¡en el campo del mal y de la muerte!
“Socialismo
o barbarie”: esta alternativa “marxista” del dilema histórico fue enunciada por
primera vez por Friedrich Engels y retomada por el líder alemán Karl Kautsky al
exponer el Programa socialista. La
fórmula de Kautsky no es más que una variante de los dilemas proféticos que
abundan en el siglo XIX: “Es imposible ―escribía el líder alemán comentando la
revisión del Programa de Erfurt de la Socialdemokratie―
permanecer por mucho más tiempo en la civilización capitalista. Se trata ya sea
de progresar hacia el socialismo, ya sea de recaer en la barbarie”[51].
Siempre se promete un desmoronamiento total para la sociedad que no elija el
buen camino, pues si el régimen colectivista no triunfa pronto, ese fracasó
iniciará el regreso al estado salvaje.
El
maniqueísmo se extiende también a la acción y se nutre en ella; todo programa o
proyecto político tiene como efecto dividir
a los seres humanos en aliados y en opositores, en elegidos y réprobos, en
defensores del derecho y partidarios de la iniquidad. La salvación de la
sociedad o la muerte colectiva, la “fe” en el porvenir o un mundo irremediable
que se hunde en la inhumanidad; es al cabo del recorrido el último argumento
que legitima las militancias de toda naturaleza y exorciza la desesperanza.
Es
una singularidad francesa esta parte “andante” de la clase dominante del siglo
XIX que, lejos de hacer frente con los conservadores a las plebes
reivindicadoras y amenazantes, no dejó de legitimarse en contra de otra parte,
conservadora, refiriéndose a una lucha grandiosa entre el bien y el mal, “Dios
y el rey de un lado; la República y la Humanidad del otro”, como escribe Émile
Littré, doctrinario del positivismo comtiano[52].
Michelet proclamaba antes que él esta sociomaquia en términos más metafísicos
aún: “No hay más que dos partidos, como no hay más que dos espíritus: el espíritu de vida y el espíritu de muerte”.
Con
el caso Dreyfus, más que nunca, la sociomaquia francesa percibió la sociedad
como el enfrentamiento de dos “masas”, la de los malvados y la de los elegidos;
por supuesto, el otro campo tenía todo el tiempo para invertir esta axiología
ventajosa:
A la cabeza de una de ellas [la que era
anti-Dreyfus] operaba un puñado de malvados que impulsaban a sus secuaces a los
crímenes más execrables; a la cabeza de la otra, se ubicaban los pensadores,
los hombres de bien y algunos verdaderos héroes que asumieron la carga de
descubrir las infamias perpetradas por sus adversarios[53].
Pero
generalizaciones: Todo gran relato narra la lucha entre dos principios, uno
bueno y uno malo, divide la sociedad en dos campos o, más bien, muestra que las
“leyes de la historia” separan a los que van en el sentido del futuro y los que
ponen trabas a la marcha: cuadro de narración que tiene igualmente el permiso
de calificar a este tipo de visión maniquea
como social: “Hace más de cien años que dura esta lucha, pues hace más de cien
años que la Revolución y la Contrarrevolución pelean con fortuna diversa”,
escribían, por ejemplo, los republicanos de otros tiempos[54].
(Desde hace “tres siglos”, exponía por su parte Auguste Comte, se libra una
“lucha general […] por la demolición del antiguo sistema político”[55]).
Esta lucha secular no debe terminar más que con la victoria total del campo
bueno y la capitulación de los malvados, los hombres del progreso no se desarmarán
con menos.
El
paradigma anticlerical narraba también una “lucha final” no menos decisiva que
la del gran relato socialista: “Mientras haya almas manchadas por la ignorancia
y las supersticiones, la humanidad estará dividida en dos campos enemigos”[56]. La
lucha dura desde hace tiempo, quizás desde siempre, es inexorable y ―se
promete― antes de extinguirse, “será aún más terrible: es el presente que
destruye el pasado en vista de mejoras futuras”[57].
El
maniqueísmo se aprende; basta con dejar reeducar debidamente: el intelectual estalinista
de la gran época hacía la prueba del trabajo duro sobre él mismo escribiendo
ciertas cosas sin temer más la ironía de aquellos de “su clase”. Le era
necesario confesarlo bien fuerte porque eso era: “La verdad está en Marx, todo
el que es antimarxista es falso”; “la calumnia está en la derecha, la verdad
está en la izquierda”… Estaba, de un lado, el poder burgués y su antihumanismo
innato; del otro, “el humanismo proletario de Marx, de Lenin, de Stalin,
verdaderamente humano, fundado en la historia de la ciencia”, etc. Al final de
cuentas, el discurso militante encuentra la conclusión práctica de los antiguos
fanatismos y le pide prestadas sus palabras a las que cree dar un sentido moderno: “Fuera de la Internacional no
hay salvación. […] ¡Todo el que no está con
nosotros está contra nosotros!”[58].
En
la derecha, el maniqueísmo de combate se impuso del mismo modo. Los
reaccionarios del siglo XIX, bebiendo de las mismas fuentes arcaicas y
religiosas, también tuvieron sus “dos campos”, instrumento de una hermenéutica
social. Eran el Orden y el Espíritu del desorden, la Iglesia y la Revolución.
Nada era más natural para un sacerdote que reprobaba ―siguiendo el Syllabus de Pío IX― el “modernismo” y la
pecaminosa democracia que retomar los términos de una lucha metafísica:
Hay en el mundo dos ciudades: la Ciudad de Dios y de su Cristo; allí
reinan el amor, la verdad, la justicia; y la Ciudad de Satán, lugar maldito del mal, la mentira, el odio. Entre
las dos ciudades, hay una lucha sin tregua[59].
Entre Dios y el ateísmo, entre el bien y el mal,
entre la libertad y la servidumbre, entre el catolicismo y el socialismo, hay
que elegir[60].
Otro
ejemplo:
el pensamiento conspirativo y su historia
La
conspiración, no es un “tema” en la historia de la cultura ni una “idea”, ni
una “ideología” determinada, sino precisamente lo que llamo una lógica, un dispositivo cognitivo y
hermenéutico, una manera de descifrar el mundo que tiene, ante todo, una
historia que puede seguirse en tiempo
real en la modernidad occidental.
Bajo
su forma más odiosa, las explicaciones conspirativas florecen siempre, no se lo
ignora, entre los negacionistas de hoy. Arthur Butz en The
Hoax of the 20th Century y Richard Harwood en Did Six Millions Really Die?, que “demuestran” que el Holocausto no
ocurrió jamás, ofrecen además una explicación conspirativa: el Holocausto es
una mentira urdida por los sionistas para lograr su eterno plan de dominación
mundial y pervertir el alma de los gentiles[61]. Esta
lógica conspirativa que, hasta la década de 1970 era, sobre todo, exclusividad
de la extrema derecha floreció desde entonces en la “izquierda” altermundista.
En este contexto, la cuestión del historiador de las ideas es, me parece,
aclarar este tipo de fenómenos rastreando la historia y encontrando la
“lógica”. Ahora bien, esta lógica conspirativa se remonta a una obra precisa
que, “como por azar” (para hablar como piensa esta lógica), está fechada en los
orígenes mismos de los grandes enfrentamientos ideológicos modernos: el libro
eminentemente “contrarrevolucionario” del Abad Barruel, Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme, aparecido en 1798[62]. En
su “Discurso preliminar”, el abad presentaba de este modo la desgracia de esos
tiempos y su explicación:
Con el nombre desastroso de jacobinos, una secta
apareció en los primeros días de la Revolución Francesa, enseñando que los
hombres son todos iguales y libres. […] ¿Quiénes son, entonces, estos hombres
salidos, por así decir, de golpe de las entrañas de la Tierra, con sus dogmas y
sus rayos, con todos sus proyectos, todos sus medios y toda la resolución de su
ferocidad?[63]
Después
de haber demostrado que la Revolución había sido urdida de principio a fin por
las sociedades secretas iluministas, concluía: “Todo el mal que hizo, debía
hacerlo; todos sus crímenes y todas sus atrocidades no son más que una
consecuencia necesaria de sus principios y de sus sistemas” (I, xii). Lo
absurdo de los principios se reflejaba simplemente en la atrocidad de los
medios. Nada de “efecto perverso” en el Abad Barruel, la Revolución había sido
perfectamente coherente con ella misma y el abad prueba o confirma, entonces, por sus atrocidades, la monstruosidad
de sus principios.
Ochenta
años más tarde encontramos esta manera de razonar en una ideología emergente
propia del mundo católico de la Tercera República anticlerical. La de la cruzada
contra los francmasones. La denuncia de las logias se centra en el mito del
complot malvado y todopoderoso. La masonería forma ―revela a sus fieles
monseñor Fava estremeciéndose― “una sociedad vasta como el Universo, cuyos
numerosos miembros al infinito ocupan todas las filas de la sociedad… una
asociación cuya cabeza se oculta como la de la serpiente mientras que sus
largos anillos se despliegan ante todos los ojos; […] por la conciencia del mal
que hace y que quiere hacer todavía y siempre, esta asociación está
visiblemente marcada por el signo del odio”[64].
Es
aparentemente lo que necesitaban los católicos para explicar la desgracia de
los tiempos y los retrocesos de la Iglesia, una explicación total, y la conspiración urdida por una secta rodeada
de tinieblas (o más bien por un jefe de orquesta invisible que la dirigía) era
esta explicación, que valida León XIII en una encíclica: “Su acción solo puede
explicar la marcha de la Revolución y los sucesos contemporáneos”[65]. ¿Es
una ilusión ver la acción de las logias en todo el detalle de nuestras
revoluciones y nuestras conmociones políticas? ¡No ciertamente! Reinan como
soberanas en Francia[66].
Pero no es solo Francia. El Vaticano convoca en 1896 a un Congreso en Trento
que responde abundante y positivamente a la cuestión clave: “¿Hay una
organización internacional de francmasones con un jefe supremo cuyo poder tiene
influencia sobre toda la acción política en el planeta?”[67]. Los
progresos del socialismo en Europa son la prueba. La ideología antimasónica
forma así una historiosofía, una
“explicación” de la historia en curso, que responde punto por punto a las
historiosofías progresistas y socialistas. Los masones son los descendientes de
ese grupo de criminales que prepararon y perpetraron la Revolución Francesa y
que, desde 1789, siguen obstinadamente su tarea de perdición. La masonería
actúa en el mundo, derribó tronos, quiere ahora derribar altares, quiere
erradicar la fe. Quiere el aniquilamiento completo del catolicismo, es, desde
su origen, y sigue siendo “una conspiración […] para demoler las costumbres”,
“un complot urdido de antemano [para] pervertir, corromper a los pueblos […] a
través de imágenes pornográficas, la creación de sitios malvados, la
multiplicación de la venta de alcohol”[68]. En
cuanto al progreso del socialismo, la conspiración masónica lo explica también
claramente: “La Internacional no es más que una rama separada o no de la francmasonería
que fue organizada por los judíos para conmocionar a las naciones cristianas”[69]. En
resumen, todos los crímenes pueden atribuírsele, de allí el espesor de los
libros dedicados a inventariarlos:
Los crímenes que cometieron las logias desde hace
unos años para matar en Francia, para destruir la Iglesia católica y el
Ejército son tan numerosos que deberíamos escribir muchos volúmenes si
quisiéramos dar solo un vistazo[70].
En
este cuadro y en esta misma época, se constata que las acusaciones
antimasónicas se volvieron idénticas punto por punto a las acusaciones
antijudías que se desarrollan en un sector ideológico contiguo. Todo está ahí:
la acción deletérea y ubicua, los textos secretos y criminales, las ambiciones
de dominación universal e incluso los “crímenes rituales” perpetrados en la
“parte posterior de las logias” por grandes iniciados. Casi todos los
predicados que se aplican a los judíos, se aplican al Gran Oriente. Alguien
llamado Kimon, en su Política israélite
mostraba hacia 1890 a los judíos detrás del “envenenamiento alcohólico de la
población”. La Franc-maçonnerie démasquée,
revista católica mensual, demuestra, con gran lujo de pruebas, que el
alcoholismo es el resultado de un “complot masónico” que trabaja en la
desmoralización de las masas[71]. No
se necesitaba más que un empujón para que las dos hermenéuticas, familiares a
los mismos medios, se confundieran.
Si
las sociedades secretas explicaban la desgracia del momento, ¿qué explicaba de
hecho a las sociedades secretas? Monseñor Meurin había encontrado la primera
respuesta después de largas deducciones numerológicas y cabalísticas:
Habiendo acaparado los tesoros y el poder civil de
este mundo, el judío libra una guerra encarnizada contra la Iglesia de
Jesucristo y contra todos los que se niegan a arrodillarse ante él y su Becerro
de oro[72].
Buen
Dios, pero por supuesto. Si los judíos eran los jefes ocultos de las logias, la
gran explicación se volvía cada vez más clara y más satisfactoria para ciertos
espíritus ansiosos. Ahora bien, muchos publicistas católicos se dedicaron a
demostrarlo en los años 1880-1890, “los judíos son casi todos francmasones”, y
mejor: “la judería [es] la dueña de la logia”. A los inocentes y a los ingenuos
se les revela que “los judíos” son “los jefes absolutos, aunque más o menos
ocultos” de la masonería; “la especie de iglesia de la que Satán es el jefe
invisible fue edificada sobre la piedra masónica por el odio de los judíos
contra Cristo”[73].
“Los judíos francmasónicos atacan a Cristo con una furia que no sabe
contenerse…”[74].
El judío es la cabeza, ¡el francmasón (el Gran Oriente comprende algunos
tontos, ignorantes del papel antipatriótico que se les hace desempeñar) no es
más que el brazo! La Cábala judía es la definición de la doctrina masónica.
Édouard Drumont, a cuya ciencia se prestaba mucha atención, lo confirmaba: “La
francmasonería es una institución de origen judío. Agrego que siguió siendo
judía y que hoy es más judía que nunca”[75].
Todo el mal que se hace hacia 1890 es catalogado como judeo-masónico: por
ejemplo, sobre la compañía de Panamá en quiebra se dice: “la empresa es
esencialmente una obra de judíos y de francmasones”[76]. En
Alemania, “los judíos y los judaizantes
[…] provocaron el Kulturkampf”. En Francia, los judíos, en combinación con los
francmasones, son los agentes y los beneficiarios de la expulsión de las
congregaciones desde 1880. Todos estos crímenes permiten extrapolar el fin
último de la judeo-masonería, “el fin es el de arruinar [al francés], someterlo
a la esclavitud después de haberlo hecho apostatar”[77]. Si
León XIII condenó la masonería en Humanus
Genus y si se puede demostrar que masón y judío, judío y masón, son uno,
entonces, el antisemitismo está aprobado y recomendado por San Pedro. Es la
conclusión a la que llegan muchos polemistas católicos.
De
golpe, en el centro de la argumentación antisemita ―pues el antisemitismo, recalco
por mi parte mi propia tesis, es en primer lugar un caso de argumentación especial― es la tesis, sostenida por centenas
de exempla, de la maldad
omnipresente, indicio de una conspiración general, y esto ―veinte años o más
antes de la Okhrana zarista― no plagia y compila los famosos Protocolos de los sabios de Sion[78].
El antisemitismo, muestran todos sus análisis, de León Poliakov a Zeev
Sternhell y Pierre-André Taguieff, no es solamente
una ideología (no solamente contenidos,
una visión de la sociedad, una doctrina del odio, palabras de orden), es una
manera especial de dirigir el pensamiento y de persuadir(se). Ansiógena,
“paranoica”, conspirativa, entonces, esta manera de pensar no es propia
únicamente de los antisemitas; está cerca, en su esquema general, de otras
ideologías “obsidionales” como el miedo y el odio a los jesuitas que eran más
bien “de izquierda” durante la Monarquía de Julio, o como la cruzada
antimasónica de la que acabo de dar cuenta.
Otro
ejemplo, por último:
El pensamiento del resentimiento
Hace
unos 15 años publiqué otra monografía que ilustra el proceso que planteo, Les
idéologies du ressentiment[79]. El
pensamiento del resentimiento fue y sigue siendo un componente de muchas
ideologías de nuestro siglo, tanto de derecha (nacionalismos de “pequeñas
patrias”, antisemitismo) como de izquierda, que se insinúa en diversas
expresiones del socialismo, del feminismo, de las militancias minoritarias, del
tercermundismo. El resentimiento se apoya sobre algunos paralogismos de
principios: que la superioridad adquirida en el mundo empírico, en el mundo tal
como funciona, es en sí y sin más un indicio de bajeza moral, que los valores
que los dominantes reconocen y postulan están devaluados en bloque, que son
despreciables en sí mismos y no solamente injustos los beneficios materiales y
simbólicos que procuran de manera desigual, y que toda situación subordinada o
inferior da derecho o estatus de víctima, que todo fracaso, toda imposibilidad de
tomar la delantera en este mundo puede transmutarse en mérito y legitimarse ipso
facto en quejas respecto de pretendidos privilegios, lo que permite una
total negación de la responsabilidad.
En mi libro trataba de reflexionar sobre las
variantes y el papel ideológico e identitario de una inversión axiológica
identificada y analizada en primer lugar por Nietzsche y por Max Scheler. Una
inversión axiológica inseparable de una personalidad mental y social y de
doctrinas políticas recurrentes en la historia moderna.
Esbocemos un caso de figura típica, releyendo al
inagotable Édouard Drumont y la docena de libros de éxito que publicó contra la
“Francia judía” entre 1886 y 1914, y extraigamos de ellos una manera recurrente
de razonar, una cierta lógica propia. ¿Qué dice en suma Drumont? Ustedes salen
adelante en esta sociedad moderna donde nosotros, que somos la mayoría, sin
embargo, nosotros, los franceses católicos de vieja cepa, no estamos en estado
de imponernos, de competir con ustedes… luego, ustedes no tienen razón y la
lógica social que permite y favorece su éxito es ilegítima y despreciable. Y
cuanto más éxito tengan ustedes y más fracasemos nosotros, más manifestarán su
maldad y mejor justificados moralmente estaremos nosotros por odiarlos. El
mundo moderno, degradado, es la imagen del “alma judía”, porque solo los
individuos congénitamente perversos pueden tener éxito en él. Lo que explica
nuestro fracaso, y hace de este fracaso nuestra gloria ―Umwertung der Werte―,
legitimando totalmente nuestra venganza próxima contra estos extranjeros que
tienen una posición elevada, plato que, según la sabiduría de las naciones, se
come frío.
Esta manera de razonar forma otro tipo ideal
argumentativo en el centro de una lógica del resentimiento. Se sabe bien, los
antisemitas de ayer y de siempre argumentaban y razonaban enormemente y
convencían así de manera fulgurante a los espíritus predispuestos; a menudo,
incluso, parecían razonar demasiado. Desde el siglo XIX, sus adversarios
no dudaron en abordar la lógica antisemita como lo que los manuales de
psiquiatría de otros tiempos llamaban simplemente la “locura razonante”.
Me parece que, en las sociedades desarrolladas de
este comienzo del siglo XXI, sociedades diseminadas en lobbies sospechosos,
obsesionadas con reivindicaciones identitarias (se habla de neotribalismo), que
modifican el pensamiento del derecho para llevarlo a un mercado chillón de “derechos
a la diferencia”, formadas por grupos que sostienen diferendos que se apoyan en
recursos contenciosos insuperables y en una reinvención rencorosa de pasados que
hay que vengar, el resentimiento particular se volvió invasivo. Esto, debido al
desmoronamiento de los socialismos, y más ampliamente de las utopías de
progreso y del paso de litigios a un ideal de justicia y de reconciliación
racional.
A largo plazo, el resentimiento opera, en lo
ficticio y lo mítico, contra el (en reacción al) desencanto, Entzauberung,
según el concepto de Max Weber. El resentimiento está íntimamente ligado a las
olas de angustia frente a la modernidad, a la racionalización y a la desterritorialización.
La mentalidad de la Gemeinschaft [Tönnies], homogénea, cálida y
estancada, que tiene la tendencia a agriarse en las sociedades abiertas y
frías, racionales-técnicas. Entauberung: el resentimiento que recrea una
solidaridad entre pares rencorosos y victimizados y valora el repliegue
comunitario, gemeinschaftlich, parece como un medio de reactivar un poco
de fresco del calor, de la comunión en lo irracional caluroso cuando se
enfrenta a mecanismos de desarrollo sociales o internacionales anónimos y
fríos, a monstruos fríos incontrolables, que no permiten justamente una táctica
o un éxito colectivos.
Algunas
palabras de problemática general
El resultado al menos de todo esto es una regla de
método. Más exactamente, un principio heurístico: el de la fusión necesaria de
la retórica, del análisis del discurso y de los léxicos, de la historia de las
ideas y de sectores de las ciencias sociales e históricas[80]
que tienen que ver con las ideas, con las “representaciones”, con los discursos
y con las creencias. Ninguna de estas disciplinas puede subsistir aislada de
las otras. Las divisiones establecidas convencionalmente entre disciplinas,
“dominios” y problemáticas contiguas son desastrosas para la reflexión e impiden
abocarse por completo a la resolución de la cuestión global del razonamiento
puesto en discurso, la cuestión del discurso social que procura y comunica
“razones” a las convicciones.
No hay retórica, teoría de la argumentación, que
pueda subsistir aisladamente, en una autonomía heurística absoluta. El análisis
argumentativo es, en primer lugar, inseparable del conjunto de hechos de
discursividad, como es inseparable del dialogismo interdiscursivo, de la
inmersión de los textos en el discurso social de su tiempo y del análisis
hermenéutico, es decir, de la constitución del texto como estratificación de
niveles de sentido. No hay retórica sin tópico, es decir, en términos modernos,
sin una historia de la producción histórico-social de lo probable, de lo
opinable y de lo verosímil. No hay retórica ni dialéctica separables de una
narratología y de una semiótica de lo descriptivo y, de un modo más general, de
todas las esquematizaciones que sostienen el discurso y que el discurso
manifiesta en enunciados. Es en la coocurrencia de lo descriptivo, lo narrativo
y lo argumentativo que se ponen en marcha los mecanismos de deducción y de
inducción, pero también de abducción al origen de todo proceso intelectual
porque se trata de “encuadrar” hechos heterogéneos en una inteligibilidad de
orden nomotético, paradigmático o secuencial. En fin, la dialéctica (en el
sentido de Aristóteles) es dialógica: el enunciador se construye un
destinatario, pero también adversarios, testigos, autoridades, objetores e
interlocutores. Todo debate de ideas supone no un espacio vacío donde se
construirá una demostración, sino la invención en un discurso social saturado,
cacofónico, lleno de “ideas de moda”, de prejuicios, de banalidades y de
paradojas, en el que todos los argumentos posibles ya están usados, marcados,
interferidos, parasitados.
Comentario final sobre el método: El proceso que
postulo y que veo integrado a la historia de las ideas y de las ideologías se
opone frontalmente al paradigma holista que dominó las ciencias sociales y se
mantiene aquí y allá. En este paradigma, el sujeto es engendrado, con sus ideas
y sus creencias, por los condicionamientos sociales (en el sentido más
abarcador de esta palabra). Las ideas que expresa y que reflejan la posición
material que ocupa y que traducen-disimulan sus intereses no menos concretos
son experimentadas; son epifenomenales. La estructura de la sociedad
(que existe en sí misma como una entidad “viviente” cuyas propiedades no son
las de sus miembros y que se impone, lógicamente, ante los individuos) produce
la o las diversas “conciencias”. Nosotros tendríamos, entonces, las creencias
que tenemos, no por más o menos buenas razones ni como consecuencia de una
(auto)percepción consciente ―pues estas razones son ilusorias,
epifenomenales al menos en su pretendida racionalidad literal―, sino porque
causas exteriores, no ideales y fuera de nuestro control, nos determinan a
tenerlas y la búsqueda consiste en alcanzar y desentrañar estas causas.
[1] Olivier Reboul, Introduction à la rhétorique. Paris:
PUF, 1991, 4.
[2] Me refiero a la terminología de
Maxime Rodinson, De Pythagore à Lénine.
Des activismes idéologiques. Paris: Fayard, 1993. Eugène Dupréel introdujo,
por su parte, en otro tiempo el concepto de “grupo de base de persuasión”. Al
contrario de las comunidades naturales, como una familia, un pueblo, un barrio,
el sociólogo debe aislar una categoría de comunidades cuya cohesión sea
exclusivamente ideológica y retórica,
es decir, las “familias” intelectuales, los movimientos, los partidos, las
escuelas literarias y filosóficas.
[3] El historiador con su
insistencia en querer volver sobre las ideas hoy abandonadas y sobre las
grandes creencias devaluadas no puede más que aparecer para el hombre del
presente como alguien desplazado,
ocupado obsesivamente con cuestiones ociosas y desagradables: ya se dio vuelta
la página. El añorado Tony Judt lo hace constantemente en su último libro, pero
invita, sin embargo, al historiador a sumir su mandato a contracorriente: “Hace
tanto tiempo que un “marxismo” asegurado dejó de ser el punto de referencia
ideológico convencional de la izquierda intelectual que es muy difícil hacer
comprender a la joven generación lo que representaba y por qué suscitaba
sentimientos tan apasionados, a favor o en contra. No faltan buenas razones
para condenar a los dogmas difuntos a los basureros de la historia,
principalmente, cuando fueron los responsables de tantos sufrimientos. Pero
pagamos un precio por eso: las lealtades del pasado, y el pasado mismo, se
vuelven totalmente incomprensibles. Si queremos comprender el mundo de donde
acabamos de salir, es necesario que recordemos la fuerza de las ideas. Y que
recordemos la notable influencia que la idea marxista, en particular, ejerció
sobre la imaginación del siglo XX. Atrajo a una buena parte de los espíritus
más interesantes de la época, aunque fuera solo por un tiempo: por ella misma o
porque el fracaso del liberalismo y el desafío del fascismo no ofrecían
aparentemente solución de recambio”. Judt, Tony. Reappraisals. Reflections on the Forgotten
20th Century. New York: Penguin Press, 2008. Retour sur le 20e.
siècle, une histoire de la pensée contemporaine. Paris:
Héloïse d’Ormesson, 2010.
[4]
R. Boudon, en: Boudon, Raymond, Alban Bouvier y François Chazel. Cognition et sciences sociales. Paris:
PUF, 1997. Reed. 1999, 19.
[5] Uno de los sentidos
relativamente precisos de la palabra “lógico” está vinculado con el problema
del posible bloqueo de la discusión pública por el rechazo invencible del
régimen de discursividad adversa: es aquel en el que “lógico” quiere decir coherente. Dos criterios son
complementarios: fiabilidad y coherencia. Pues la coherencia, a contrario, no puede confundirse con la
racionalidad: un sistema delirante o fundado sobre un presupuesto absurdo puede
ser muy coherente. Si mi adversario parece contradecirse, si uno de sus
argumentos parecen incompatibles “lógicamente” en él con otro, como en lo que
se denomina el “razonamiento del caldero”, si su tesis conduce fatalmente a un
dilema cuyas dos ramas son absurdas, podría declarar que esta contradicción
flagrante vale el fracaso de su argumentación y echar la culpa a la deficiencia
de su “lógica” y, por ende, a su etos.
[6]
G. Marcus, Paranoia within Reason: A
Casebook on Conspiracy as Explanation. Chicago: U. of Chicago Press, 1991, 1. Esta palabra paranoico está integrada al léxico de la
ciencia política desde la clásica obra de Richard Hodstadter, The Paranoid Style in American Politics,
1965. Lo que el pensador describía en este libro famoso era que lo que llama un
“estilo de pensamiento” bastante extendido, caracterizado por razonamientos
“exagerados”, por el espíritu de sospecha y por fantasías conspirativas
(“conspiratorial fantasies”).
[7]
Véase también el elogio de
Augustin Cochin hecho por Régis Debray, Manifestes
médiologiques, Gallimard, 1994, 127.
[8] Aug. Cochin, L’esprit du jacobinisme. Préface
de Jean Baecler.
Paris: PUF, 1979. Tomado parcialmente de la edición de 1922, 39.
[9]
Lucien Febvre, Le problème de l’incroyance au XVIe siècle.
La religion de Rabelais, Paris, Albin Michel, 1942. En “un siglo que quiere
creer”, el ateísmo de Rabelais adelantado por muchos historiadores literarios
es una hipótesis imposible. Rabelais es cristiano, porque está inmerso en un
mundo cristiano, donde todas las ideas, todos los actos de la vida cotidiana
predican a cada instante a favor de la religión. Surgen objeciones a esta
tesis: el hombre del siglo XVI es también, casualmente, lector de los
escépticos y los materialistas antiguos, lo que puede conducirlo por el camino
de la duda radical. Ex. Et. Dolet.
[10] “Climas de opinión”, cap. 1
de The Heavenly City of the 18th-Century
Philosophers. New
Haven: Yale Up, 2004. Reed. Podría mencionar también un pequeño libro sobre la
variación histórica de lo que el autor, historiador de la Antigüedad, llamaba
“programas de verdad”, el ensayo de Paul Veyne, discípulo de Foucault, Les Grecs ont-ils cru à leur mythe?
[12] Mi trad. Heavenly, 5.
[13] 12.
[14] Historicidad de la evidencia.
Ejemplo clásico del efecto de evidencia: Los juristas ingleses recuerdan que el
Juez Hale en 1676 formuló doctamente un razonamiento memorable que nos hace
sonreír de un modo rechinante (aunque los juristas siempre razonan perfectamente
como él) que demuestrael presupuesto de existencia jurídica: “Es necesario que
haya brujas porque hay leyes contra ellas”. La evidencia se expresa a menudo en
un presupuesto del que no se duda. No se puede imaginar toda una legislación
dirigida a algo quimérico. ¡Es evidente! Y está, por lo menos, bien razonado.
[15] “Se llamará discurso a un
conjunto de enunciados en la medida en que manifiesten la misma formación
discursiva; … está constituido por un número limitado de enunciados por los
cuales se puede definir un conjunto de condiciones de existencia. … El discurso
entendido de este modo no es una forma ideal e intemporal que tenga, además,
una historia;… es histórico de un lado o de otro, fragmento de historia, unidad
y discontinuidad en la historia misma”. Archéol.,
153.
[16] L’archéologie du savoir. Paris: Gallimard, 1969, 156.
[17] Tomando esta vez a Ernst Bloch.
[18] Aplicada al diario cotidiano.
[19] Construir un tipo ideal histórico es una operación de
síntesis heurística que no significa “meter en una misma bolsa”, así como Max
Weber no contradice o ignora la diversidad dogmática del calvinismo, el
luteranismo, las doctrinas de Zwingli, de Jean Hus o de Gustave Wasa al
construir el tipo ideal de la “ética protestate”, ni la diversidad de las
evoluciones económicas e industriales, y las mentalidades aferentes al
construir el del “espíritu del capitalismo”. No hay historia ni ciencia social
sin construcción de tipos ideales: la historia sin ellos no sería más que una
secuencia caótica de sucesos singulares e irreductibles.
[20]
Hirschman, Albert O. The Rhetoric of
Reaction. Cambridge,
MA: Harvard UP, 1991. Deux siècles de
rhétorique réactionnaire. París: Fayard, 1991.
[21] Véase también sobre este
argumento: Walton, Douglas. Slippery
Slope Argument. Oxford: Clarendon Press, 1992.
[22] [Deschamps, Nicolas?] Un éclair avant la foudre, 30.
[23] Rhétorique de l’anti-socialisme. Essai d’histoire discursive, 1830-1914.
Québec: Presses de l’U. Laval, 2004.
[24] Evocaría también en este
contexto la noción que desarrollé en mi 1889,
un état du discours social. Traté de indentificar en mi estudio del año
1889 una gnoseología dominante, es decir, de extrapolar las bases cognitivas
difusas que permiten comprender sinópticamente en una cierta homogeneidad los
discursos de la prensa, ciertas prácticas literarias, ciertos avances
científicos y otras formas instituidas de la cognición discursiva. Esta
gnoseología dominante la identifiqué, para el fin del siglo XIX, como lo
“novelesco general”.
[25] Remito también a Walzer,
Michael. Company
of Critics, Social Criticism and Political Commitment in the 20th Century.
New York: Basic Books, 1988. La critique
sociale au XXe. siècle: solitude et solidarité. Paris: Métailié, 1995.
[26] Études sur les réformateurs socialistes modernes, I 43.
[27] Gnose et
millénarisme: deux concepts pour le 20ème siècle; seguido de Modernité et sécularisation. Montréal:
Discours social, 2008. Les Grands récits militants des XIXe et XXe siècles:
religions de l’humanité et sciences de l’histoire. Paris: L’Harmattan, 2000.
Le marxisme dans les Grands récits. Essai d’analyse du discours. Paris:
L’Harmattan y Québec: Presses de l’U. Laval, 2005. Dialogues de sourds. Paris: Mille et une nuits, 2008.
[28]
Considérant, Victor. Destinées sociales.
Paris: Librairie phalanstérienne, 1847, I 29.
[29]
Considérant, Victor. Destinées sociales. Paris: Librairie
phalanstérienne, 1847, 3 vol. [Primera edición 1837-1844] vol. I,
29.
[30] Veuillot, Le lendemain de la victoire, 1850, 67.
[31] L’Anti-rouge. Almanach
anti-socialiste, anti-communiste, 1852, 63.
[32] Chenu, Les conspirateurs, les sociétés secrètes, la préfecture de police sous
Caussidière, 1850, 27.
[33]
Bussy, 72.
[35] La phalange, 1839, 576.
[36] D’une religion nationale,
ou du culte. Boussac: Leroux, 1846, vi.
[37] La science moderne et
l’anarchie. Paris: Stock, 1913, 54.
[38]
Pecqueur, Constantin. Théorie nouvelle
d’économie sociale et politique, ou Étude sur l’organisation des sociétés.
Paris: Capelle, 1842, i.
[40] En Le Devenir social, octubre 1897, 885.
[41]
Ibídem, 397.
[42] L’Ère nouvelle, 1894, 120.
[43]
J. de Maistre, Soirées de
Saint-Petersbourg (ed. 1993), I, 89.
[44] Collins, Science sociale, V, 313.
[45] Le Travailler (Lille), 26 de enero de 1907, p. 1.
[46] Pareto es el tipo cabal del
antisocialista, lo sé. A los intelectuales y universitarios que, como él, pagan
las cuentas se suele aplicar la parábola de la paja y la viga. Pero si ayudan a
ver la paja en la ideología que objetivan, genealogizan, periodizan y detestan,
se puede, no obstante, tener una cierta confianza en su perspicacia hostil.
[47] Pareto, Vilfredo. Les systèmes socialistes. Paris:
Giard & Brière, 1902-1903. 2 vol. Reed. anastalt. Genève: Droz, 1965.
[48] Pareto, Vilfredo. Les systèmes socialistes. Paris: Giard
& Brière, 1902, II, 261.
[49] Prospectus. Grande émigration au Texas en Amérique pour réaliser la
Communauté d’Icarie. Paris, [1849], 1.
[50] Daymonaz, B. Le décalogue de la franc-maçonnerie, ou le
triomphe de l’étendard nazaréen. Riom y Paris: Saudax, 1889, 3-4.
[51] Programme socialiste, 131 (Paris, 1910) = programa de Erfurt de
1892, revisado.
[52]
Littré, Émile. Conservation, révolution
et positivisme. Paris: Ladrange, 1852, 289.
[54] Urbain Gohier, L’armée contre la nation. Paris: Revue
Blanche, 1899, viii.
[55] Cours de philo. positiv., IV, 10.
[56] Libre pensée socialiste, 21.9.1884.
[57] Revue européenne, 1: 1889, 3.
[58] Bulletin Fédération
jurassienne, 3.7.1875, 1.
[60]
Bussy, Histoire et réfutation du
socialisme depuis l’Antiquité jusqu’à nos jours, 3.
[61] Véase M. Billig, Ideology
& Opinions, Studies in Rhetorical Psychology. Newbury Park CA: Sage,
1991, 109.
[62]
Hamburgo: Fauche, 1798-99. 5 vol.
[63]
I, 6.
[64] F. M. démasquée, 1 : 1884, 3.
[65] Cartier, Lumière, op.cit., 34.
[67] Actes du 1er congrès antimaçonnique international,
26-30 septembre 1896, Rome. Tournai: Desclée,
1897-1899. 2 vol in 4°.
[68] La Franc- maçonnerie
démasquée, II, 108.
[69] Debauge, op.cit., 9.
[70] Baron, Les Sociétés secrètes,
354. Cas de prostitution sacrée et sacrifices humains
pullulent dans ce savant ouvrage.
[71]
Vol. 1889, II, pp. 108-113.
[73] Gandoux, Pierre. La république
de la franc-maçonnerie, ou la franc-saloperie devant la Raie-publique [sic].
Bordeaux, 1885, 57.
[74] Franc-maçonnerie démasquée, 1885,
24.
[76] Aux électeurs français. La franc-maçonnerie et le Panama, par un Patriote. Paris: la Bonne Presse, 1893.
[77] Juifs et francs-maçons: de
l’identité de leurs programmes. Paris: «La Croix», 1887, 3.
[78] Les
Protocoles des Sages de Sion. Paris: Berg International, 1992. 2 vol. Reed. rev. y corr., Les Protocoles des
Sages de Sion. Faux et usages d’un faux. Paris: Berg / Fayard, 2004. En 1
vol.
[79] Les
Idéologies du ressentiment. Montréal: XYZ Éditeur, col. «Documents», 1995.
Reed. en formato de bolsillo, 1997. Véase también La Propagande socialiste. Six essais
d’analyse du discours. Montréal: Balzac, col. «L’Univers des
discours»,1997.
[80] De manera muy particular, la
historia cultural que pretende estudiar “el conjunto de representaciones
colectivas ―define Pascal Ory―, propias de una sociedad (etnia, confesión,
nación, cuerpo profesional, cuerpo académico…), de lo que las constituye, así como
de lo que las instituye”. “La historia cultural será, entonces, la historia
social de las representaciones”, la historia de las representaciones de lo
social.
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