Marcelo Dascal
En la guerra espiritual, donde
nuestro adversario es la vieja Serpiente, las Estratagemas son tan lícitas como
Oportunas.
[In the spiritual Warfare, where our Adversary is the old
Serpent, Stratagems are as lawful as Expedient[M1] .]
Robert Boyle
El hombre que busca cambiar de
parecer a otro de manera apropiada, debería hacerlo dialéctica y no
contenciosamente […] ambos, aquél que hace
preguntas con ánimo contencioso y aquél que en sus respuestas se rehúsa a
admitir lo que es evidente […] son
malos dialécticos.
[The man who is seeking to convert another in the proper
manner should do so in a dialectical and not in a contentious way… he who asks
questions in a contentious spirit and he who in replying refuses to admit what
is apparent… are both of them bad dialecticians.]
Aristóteles
Quizá más preciada aún es la tradición que obra en contra de la
ambivalencia asociada a la función argumentativa del lenguaje, la tradición que
se opone al mal uso del lenguaje consistente en seudoargumentos y propaganda. Ésta
es la tradición y la disciplina del discurso claro y el pensamiento claro; es la
tradición crítica, la tradición de la razón.
[Even more precious perhaps is the tradition that works against
the ambivalence connected with the argumentative function of language, the
tradition that works against that
misuse of language which
consists in pseudo-arguments and propaganda. This
is the tradition and discipline of clear speaking and clear thinking; it is the
critical tradition – the tradition of reason.]
Karl Popper
1. Motivación
Mi primer objetivo en este artículo
es persuadir a los analistas del diálogo de todas las creencias acerca de la
importancia de los intercambios polémicos e invitarlos, de esta manera, a
aplicar a esta clase de “diálogos” su talento y herramientas analíticas. Mi
segundo objetivo es presentar una serie de distinciones que he desarrollado en
el curso de mi investigación en intercambios polémicos, con la esperanza de que
éstas provean un marco útil para investigaciones posteriores en este tema. Mi
tercer objetivo –de hecho, mi “agenda secreta”– consiste en proponer nuevas
bases y nuevos propósitos a partir de los cuales se pueda restituir un diálogo
interdisciplinario provechoso entre enfoques filosóficos y empíricos al estudio
del diálogo.
1. ¿Es realmente necesario persuadir a alguien de
que el discurso polémico ocupa un lugar central en nuestras vidas discursivas
públicas y privadas? Difícilmente. Adonde sea que miremos nos encontramos
envueltos en interminable polemización: desde las riñas domésticas cotidianas, las
disputas por el lugar de estacionamiento o el espacio en la oficina, hasta la
disensión política; desde las discusiones en los programas de entrevista, los conflictos
laborales, a las decisiones de políticas públicas; desde las discrepancias
moderadas, las riñas encarnizadas, a los cismas; desde la crítica de libros, las
mesas redondas en los congresos, a las controversias científicas; en materias
de gusto literario, en las salas de tribunales, en el espacio laboral, en los
parlamentos, en el hogar, etcétera.
Sin duda existen variaciones
sociales y culturales (y también individuales) aquí como en otras prácticas
comunicativas, y uno podría distinguir, como sugiere Catherine
Kerbrat-Orecchioni (1994: 82 ss.), entre aquellas sociedades dirigidas por un ethos
confrontacional (el ejemplo que ella da es la sociedad israelí) y aquellas cuyo
ethos regulativo es más bien consensual (como la sociedad japonesa). Sin
embargo, incluso en el último caso, el uso de elaborados mecanismos de cortesía
para prevenir confrontaciones polémicas explícitas que pudiesen dañar la imagen
de uno (harm one’s face) sugiere que ellos no desconocen la importancia de las
polémicas sino que las conducen de forma encubierta en vez de abierta.
Pareciera entonces que, de una u otra manera, en todas partes las personas
están constantemente ocupadas en defenderse a sí mismas, atacar a otros o en
evitar una confrontación abierta. Tanto es así que hace sentido sostener, junto a Sebastián
McEvoy (1995), que la “invención defensiva” es una habilidad comunicativa básica
y universal. No es de extrañar que diversas tradiciones culturales asignasen
tanta importancia al desarrollo, transmisión y uso de esta destreza: recuerden
la importancia de la retórica en la educación antigua y en la medieval; la
dependencia en las disputationes y sus equivalentes (oposiciones
en España, defense de these en Francia), para el otorgamiento de títulos
universitarios hasta el siglo XVII; el detallado registro talmúdico de las
discusiones de los sabios en el establecimiento de la halakha, la
inmensa popularidad del Chao-kuo Tse en la antigua China a pesar de que las
estratagemas que enseña eran consideradas poco éticas, etcétera.
Y sin embargo, pese a la obvia
importancia de los intercambios polémicos, los analistas del diálogo no les han
dedicado la especial atención que se merecen. Tanto es así que, en 1989, Eddy Roulet
señalaba con razón que la controversia era un tipo “poco estudiado” de
“intercambio agonal”. Por supuesto hay bien venidas excepciones. Incentivados
en gran parte por la rehabilitación de la retórica gracias a Chaïm Perelman
(Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1970), los estudios de la “argumentación” han prosperado
(v.g., Lempereur, 1991; y varios artículos en la revista Argumentation).
La filosofía, la sociología y la historia de la ciencia han vuelto
recientemente su atención a las controversias científicas (v.g., Engelhardt Jr.
y Caplan, 1987; Gil, 1990, 1985; Granger, 1985) y se espera que la recién
creada “retórica de la ciencia” (v.g., McCloskey, 1984, 1995; Gross, 1990; Pera,
1991) pronto hará lo mismo. Pero en su mayoría estos estudios no se han
preocupado de las características dialógicas de los intercambios polémicos y,
en consecuencia, no han empleado las herramientas conceptuales del análisis del
diálogo y la pragmática. Excepciones dignas de mención son los intentos por
trazar el campo dialógico al que pertenece la controversia (v.g., Jacques,
1991) y el uso de la teoría de los actos de habla (v.g., Van Eemeren y
Grootendorst, 1984), la pragmática (v.g., Dascal 1989, 1990a), la retórica
(Pera, 1991) y otras herramientas conceptuales relacionadas, en el estudio de
las controversias. Sin embargo, por lo general, el tema de los intercambios polémicos
está todavía a la espera de un esfuerzo de investigación conjunta de parte de
la comunidad de estudiosos del diálogo.
2. Los intercambios polémicos son especialmente
importantes en epistemología; por ejemplo, la dialéctica es central en el pensamiento
occidental, de Platón a Aristóteles, de Kant a Hegel, de Karl Popper a Thomas Kuhn.
Para ellos y muchos otros pensadores, el conocimiento se alcanza por medio del
ejercicio de la razón crítica. Sin duda, muchos filósofos y científicos
prefieren criticar en el fuero interno de sus pensamientos, o en discusiones
monológicas con textos ajenos, si no en diálogos ficticios que escriben de manera
que las réplicas de los oponentes estén bajo total control. No obstante estas
preferencias, criticar es ante todo una actividad dialógica que se manifiesta de
manera más natural en intercambios polémicos de varios tipos. Además, esta actividad
crítica constituye el contexto más directamente relevante para comprender el
significado de una teoría y para dar cuenta de los cambios conceptuales en
cualquier ámbito.
Dada su tendencia profesional a la
abstracción, los filósofos e historiadores de las ideas no han mostrado
particular interés por el estudio empírico de la actividad crítica tal como se
despliega en la praxis dialógica.
Es tarea para la pragmática, el análisis conversacional y del diálogo, la
retórica y las disciplinas relacionadas interesadas en el uso del lenguaje
asumir este desafío y ayudar a los epistemólogos a dar cuerpo a sus modelos
abstractos con nueva e iluminadora evidencia empírica.
Puesto que pertenezco a ambas comunidades,
es quizá demasiado natural que –a menos que encontrase placer en un yo escindido–
intente armonizarlas, haciendo de alguna manera las labores de cada una útil
para la otra. De hecho, existe un poco de nostalgia en este esfuerzo. Érase una
vez en que la filosofía y la retórica, la lógica y la dialéctica, y la
prágmatica y la filosofía del lenguaje estaban felizmente casadas. Ludwig Wittgenstein,
Herbert Paul Grice y John Austin, cada uno a su manera, plantearon problemas
que abrieron un espacio teórico para la pragmática y proporcionaron algunos de
los conceptos fundacionales de esta disciplina por medio de típicas
investigaciones filosóficas (Dascal, 1994).
Pero hay más en esto que meras saudades
del tiempo feliz de los pioneros que puede no haber sido, después de todo, tan
armonioso. Debates actuales sobre los “fundamentos” de la teoría de los actos
de habla (v.g., Tsohatzidis, 1994, y la crítica de Weigand, 1996) y de la
pragmática en general (v.g., el número especial en el vol. 17, 1992 de la Journal
of Pragmatics dedicada a este tema), sobre cómo desarrollar una dinámica de
la acción y una base dialógica para el estudio del uso del lenguaje (v.g.,
Vernant, 1996), acerca del carácter universal o cultural-específico de la
competencia y la práctica comunicativas (v.g., Wierzbicka, 1993; Blum-Kulka,
1992), acerca del número “correcto” de máximas conversacionales (v.g., Rolf,
1989) y la (in)suficiencia del principio de cooperación (v.g., Attardo, 1997),
todo esto muestra que el campo de investigación creado por los pioneros está
lejos de tener fundamentos filosóficos sólidos y seguros. Para progresar en esta
dirección se requiere de un mayor diálogo entre estudiosos del diálogo y filósofos.
Pero la filosofía también –en
particular la epistemología– tiene mucho que ganar de este diálogo. No es gran
noticia que desde hace ya un buen tiempo la noción “moderna” de racionalidad ha
sido blanco de la artillería pesada “posmoderna” (Cohen y Dascal, 1989).
Tampoco es gran novedad que la división entre los enfoques normativistas y
descriptivistas en la epistemología en general, y en la filosofía de la ciencia
en particular –una separación que está relacionada, entre otras cosas, con la
pregunta acerca de si uno puede hablar o no de “crecimiento del conocimiento”
en términos de criterios racionales–, en lugar de disminuir, ha ido creciendo y
conduciendo a este campo de estudio a un verdadero callejón sin salida (Dascal,
1991). Y también es bien sabido que los filósofos, que por un tiempo han
discutido la cuestión del “relativismo cultural” como si ello no afectase la
naturaleza misma de la filosofía, se han dado cuenta ahora de que éste no es el
caso. En todos estos temas cruciales de la filosofía actual, lo que está en
juego es la posibilidad misma de la comunicación entre “paradigmas”
radicalmente opuestos, entre “esquemas conceptuales” profundamente distintos,
entre concepciones aparentemente irreconciliables de la racionalidad y su rol
en nuestro conocer, actuar y comunicar.
En estas circunstancias, ya no es
posible basar una teoría de la comunicación –como Grice y Searle lo hicieron, y
como las teorías del diálogo basadas en la acción lo hacen–en un principio de
racionalidad (instrumental) no examinado y sobre el supuesto de que la
comunicación y el entendimiento son la regla, mientras que el malentendido y la
comunicación no exitosa, la excepción. Tampoco es posible ya sentarse a esperar
a que la filosofía se desembrolle a sí misma, de manera que finalmente –una vez
más– aclare la base conceptual para que la investigación empírica continúe. La
“agenda secreta” que propongo consiste en enfatizar la importancia de la dirección
opuesta. Estoy convencido de que por medio del estudio empírico de esos casos –como
los intercambios polémicos– donde la comunicación pareciera estar en tensión
con las viejas y confortables nociones de cooperación y racionalidad, y donde
así y todo ésta resulta posible, podríamos contribuir a la solución de los problemas
filosóficos antes mencionados. Podríamos descubrir, por ejemplo, que las
controversias exhiben un tipo especial de “racionalidad” y “normatividad” que
no pueden ser reducidas ni a las limitaciones de la lógica idealizada ni al
mero ejercicio de poder en lo que equivale a no más que conflictos de intereses
(Dascal, 1996). Sea lo que fuera lo que descubramos, seguro va a ser emocionante
e importante: emocionante, porque el diálogo con la empiria, para que valga la pena, tiene que estar abierto a la
sorpresa, a lo imprevisible, como ocurre siempre en las disputas con un
oponente real; importante, porque será de relevancia para algunas de las
mayores temáticas intelectuales (y prácticas) de nuestro tiempo, así como para
los fundamentos conceptuales del estudio empírico del diálogo.
2. Observaciones metodológicas
He estado abogando por un estudio
empírico de los intercambios polémicos como un medio para resolver ciertos
problemas filosóficos serios en especial, como una manera de abordar el
problema de la “racionalidad” por medio del examen de la actividad crítica tal
como se muestra en los intercambios polémicos. Pero –podría quejarse con
justicia el lector– mi argumentación aquí, y quizá mi metodología en general,
es todo menos “empírica”. De hecho, pareciera ser un clásico ejemplo de una
estrategia “de arriba hacia abajo”: comienzo proporcionado una motivación
“filosófica” para el estudio de cierto tipo de fenómenos, continúo con una
anticipación de la clase de conclusiones que espero de este estudio, y luego,
como quedará claro en lo que sigue, propongo una tipología que consiste en
“tipos ideales” bastante abstractos para los fenómenos a considerar. Incluso
descarto de antemano posibles contraejemplos para esta tipología (v.g., casos
que no se ajustan a ninguno de los tipos ideales propuestos), afirmando que los
“casos concretos” son siempre “impuros”, ya que suponen una combinación de los
tres tipos ideales, una típica afirmación de aquellos que favorecen la elegancia
teórica por sobre la correspondencia cercana con los datos.[1]
De manera que tengo que explicar mi
aparentemente contradictoria postura metodológica. La explicación es que no es ni
estrictamente “de arriba hacia abajo” ni estrictamente “de abajo hacia arriba”.
En realidad, cuando comencé a estudiar controversias concretas, mi principal presupuesto
metodológico fue que las
herramientas conceptuales de la pragmática podían ser aplicadas a ellas un presupuesto
“de arriba hacia abajo”. (Dascal, 1989, 1990a). Me sorprendió entonces descubrir
una correspondencia entre la preferencia de los contendientes por el uso de
ciertos patrones argumentativos y sus concepciones epistemológicas sobre la
naturaleza y producción del conocimiento. Sólo a la luz de estudios de
controversias concretas realizados con posterioridad la tipología planteada más
abajo emergió gradualmente y su correlación con cuestiones epistemológicas fue
explorada en detalle.[2] En este momento, veo mi
propuesta como una hipótesis general que quiero poner a prueba por medio de posteriores
estudios empíricos de una amplia gama de intercambios polémicos.
Esto parece una aplicación perfectamente
común y corriente del método hipotético-deductivo. Lo menciono porque subraya el
hecho de que nunca comenzamos ni “arriba” ni “abajo”, sino más bien en algún
lugar en el medio, por la simple razón de que no sabemos qué es lo que hay
arriba y qué abajo, pues ambos son relativos al estado actual de una investigación.
Se progresa yendo “hacia arriba” y “hacia abajo”, considerando “análisis” y “síntesis”
(en el sentido de Leibniz) como elementos que van siempre de la mano, y, por
ende, tratando de hecho el conocimiento como algo “sin fondo” y “sin techo”. Ésta
es, en todo caso, mi postura metodológica.
Una última clarificación metodológica
es necesaria. Existen muchos “niveles de organización del diálogo”, muchas
maneras de distinguir entre estos niveles, y muchas formas de analizar su
estructura.[3]
Por supuesto, los intercambios polémicos deberían ser estudiados en todos estos
niveles. Aquí me centraré en dos niveles macro de organización que pueden ser
llamados respectivamente “estratégico” y “táctico”. El primer nivel, semejante a
lo que Francis Jacques (1991) denomina “estrategias discursivas”, tiene que ver
con el patrón global de un intercambio polémico, sus principales objetivos, su
temática general y estructura jerárquica, y los correspondientes presupuestos en
lo relativo a sus “reglas” (si las hay) y su modo de resolución. El segundo
nivel tiene que ver con la naturaleza de los movimientos y contramovimientos realizados
en puntos específicos del intercambio, a la luz de las variables contingentes o
“demandas” (Dascal, 1977) de la polémica, a medida que ésta se desarrolla. Este
nivel “táctico” es parte esencial de la “estructura pragmática” (Dascal, 1992)
u organización secuencial de un diálogo polémico. En ambos niveles, el estratégico
y el táctico, los intercambios polémicos tienen mucho en común con otras formas
de diálogo; sin embargo, como es natural, aquí me centraré en sus
peculiaridades, que voy a presentar en términos de dos grupos de tipos ideales.
El estudio de estos niveles macro no excluye la necesidad de realizar un análisis
detallado de sus componentes micro. Muy por el contrario, debería ser complementado
y apoyado por ese análisis. Una vez más, estoy empezando aquí en el “medio” (con
una ligera tendencia hacia “arriba”), confiando en que otros continuarán hacia
arriba o hacia abajo.
3. Tres tipos de intercambios polémicos
Un intercambio polémico involucra al
menos dos personas que usan el lenguaje para dirigirse la una a la otra, en una
confrontación de actitudes, opiniones, argumentos, teorías, etc. Los términos
importantes en esta definición son “dirigirse la una a la otra” y “confrontación”.
El primero enfatiza el aspecto interactivo (“intercambio”, “diálogo”); el
segundo, el contenido de la interacción tal como es percibida por los
participantes. Ambas expresiones requieren clarificación y la mejor manera de
llevar esto a cabo es señalar cómo es que ellas determinan la extensión del
campo de los “intercambios polémicos”.
1. El requisito “dirigirse la una a la otra”
excluye de este campo todo tipo de discurso polémico en el que uno de los
“participantes” es incapaz de participar realmente, i.e. todas las polémicas en
las que no existe un verdadero diálogo. Por ejemplo, la “recepción crítica” de la
obra de un autor (difunto) –v.g., las diatribas de Popper contra Marx, Hegel y
Platón en La sociedad abierta y sus enemigos–. Asimismo, excluye el
género literario y filosófico “diálogo”, donde uno de los participantes no es
el verdadero productor de sus intervenciones –v.g., los diálogos de Platón,
Leibniz, Hume–. Aunque estas obras pueden ser eco de intercambios polémicos que
realmente ocurrieron (y que pueden, por lo mismo, ayudar a reconstruirlos), no
pueden ser consideradas documentos fidedignos de esos intercambios. La razón
por la que excluyo estos casos tiene que ver con mi insistencia en considerar
la polémica como una actividad y, más importante aún, como una actividad que conlleva
siempre un elemento de incertidumbre con respecto a las reacciones del
oponente. El grado de incertidumbre varía de acuerdo con el tipo de intercambio
polémico (formas ritualizadas, como la obligatio, dejan poco espacio
para la inventiva). Sin embargo, un oponente vivo, concreto y activo –i.e., ni
muerto, ni imaginario, ni silencioso– es impredecible en sus reacciones. Aunque
podamos anticipar hasta cierto punto las reacciones de nuestro oponente, e incluso tratar de inducirla
a que reaccione de cierta manera, la polémica es esencialmente un juego donde
nuestra capacidad para predecir el movimiento del adversario es limitada. Para
que esto sea posible, cada contendiente debe ser capaz de ejercer el derecho a
cuestionar no sólo los puntos de vista del otro sino también las formas en que
cada uno de ellos reconstruye y presenta (citas, resúmenes, interpretaciones) las
posiciones de su oponente. Dado que este derecho puede ser puesto en práctica privada
o públicamente, de forma oral o escrita, directa o indirectamente (v.g., a
través de intermediarios), todas estas formas de interacción confrontacional
deberían ser consideradas “intercambios polémicos”.
El segundo requisito significa reconocer
el hecho de que todo intercambio polémico implica “puntos de vista opuestos”
con respecto a cierto “contenido”. Ambas nociones deben ser entendidas en un
sentido amplio, puesto que la naturaleza del contenido y la oposición que lleva
a un intercambio polémico pueden variar considerablemente. La naturaleza de las
oposiciones puede extenderse desde la contradicción lógica o formas más débiles
de contrariedad lógica, pasando por diferencias respecto de presuposiciones
semánticas y pragmáticas, hasta los contrastes pragmáticamente construidos
(como aquellos implícitos en la mayoría de los usos de “pero” ( Dascal y
Katriel, 1977), etc. Los “contenidos” opuestos, a su vez, se refieren no sólo a
contenidos proposicionales específicos sobre una variedad de materias (factuales,
metodológicas, evaluativas, etc.) sino también a la fuerza ilocutiva,
actitudes, preferencias, énfasis, juicios sobre qué es lo apropiado y relevante,
etc. Todos ellos pueden dar lugar a intercambios polémicos, indiferentemente de
si éstos son “verdaderamente” opuestos. Lo que importa es que los contendientes
los perciban como opuestos y entablen, por consiguiente, un debate que tenga
por objeto explícito o implícito esos contenidos.
De esta manera, en tanto objeto de
estudio, el intercambio polémico consiste fundamentalmente en aquellos textos o
enunciados dirigidos directamente por un contendiente al otro (u otros), de
forma privada o pública. Además de este “texto primario”, existe en general un
vasto “texto secundario” que, al menos en parte, pertenece al intercambio
polémico. Éste incluye, por ejemplo, obras u otros intercambios entre contendientes
donde la polémica se refleja directa o indirectamente, así como cartas a terceros
donde se alude a ella. Un círculo más amplio de textos pertinentes forma su “cotexto”,
el que incluye, por ejemplo, las obras o intercambios de los autores citados,
previos o contemporáneos, y de los que ambos disputadores dependen. Finalmente,
toda polémica se desenvuelve en un “contexto” no discursivo cuyos varios aspectos
y niveles siempre tienen un rol más o menos importante en su contenido y
desarrollo.[4]
2. La familia de intercambios polémicos así descriptos
incluye, entre sus muchos miembros, riñas verbales de parejas, debates políticos,
mesas redondas en congresos científicos, críticas de libros y réplicas a éstas,
disputationes medievales, etc. Dentro de esta familia, propongo
caracterizar tres tipos ideales que llamaré –con el fin de usar una terminología
cercana– discusión, disputa y controversia. Los criterios fundamentales
para esta tipología son el alcance del desacuerdo, el tipo de contenido
involucrado en él, los presuntos medios para resolverlo y los fines perseguidos
por los contendientes. Estas diferencias pertenecen al nivel “estratégico”
macro, en la medida en que se refieren principalmente a la estructura global
del intercambio, bajo el presupuesto de que tal estructura refleja (al menos
hasta cierto punto) la planificación y ejecución de los “movimientos y
operaciones... generales” de los contendientes.[5] Si bien cada uno de estos
tipos contempla el uso ocasional de los tres tipos de movimientos “tácticos”
que serán descriptos en la sección siguiente, cada uno tiene una afinidad inherente
con uno de los tipos de movimientos.
·
Una
discusión es un intercambio polémico cuyo objeto es un tema o problema bien
circunscripto. A medida que la discusión se desarrolla, los contendientes
tienden a darse cuenta que la raíz del problema consiste en un error
relacionado con algún concepto o procedimiento importante, dentro de un campo
bien definido (si bien están en desacuerdo con respecto a la naturaleza del
error en cuestión y a quién lo cometió). Las discusiones pueden alcanzar una
solución, la que consiste en corregir la equivocación original mediante la
aplicación de procedimientos aceptados en el campo pertinente (por ejemplo, demostración,
cálculo, repetición de experimentos, etcétera).
·
Una
disputa es un intercambio polémico que también parece tener por objeto un
desacuerdo bien definido, pero en este caso los contendientes no aceptan en
ningún momento definir el desacuerdo como fundado en un error. Se basa más bien
en diferencias de actitudes, sentimientos o preferencias. No existen
procedimientos mutuamente aceptados para decidir la disputa; en otras palabras,
una disputa no tiene solución, a lo sumo, puede disolverse o ser disuelta (dissolved).[6] Puesto que la “disolución”
es una forma de cierre “externa” al tema en disputa y a las creencias y
actitudes de los participantes, las divergencias subyacentes tienden a reaparecer
sea en disputas sobre variaciones del mismo tema o en disputas sobre otros
temas. Algunos contendientes ven en la posición del oponente y en su “terca
impermeabilidad a la argumentación racional” síntomas de una enfermedad contra
la cual la única medida razonable es el castigo, la terapia o la indiferencia.[7]
·
Una
controversia es un intercambio polémico que ocupa una posición intermedia entre
la discusión y la disputa. Puede comenzar con un problema específico, pero se
extiende rápidamente a otros problemas, revelando profundas divergencias. Estas
últimas involucran actitudes y preferencias opuestas, así como desacuerdos en
relación con los métodos existentes para resolver problemas. Por esta razón,
las oposiciones en cuestión no son percibidas simplemente como un asunto de
errores por corregir; tampoco existen procedimientos de decisión aceptados, lo
que provoca la continuación de las controversias y a veces su recurrencia. Sin
embargo, éstas no se reducen a meros conflictos sin solución. Los contendientes
acumulan argumentos que creen incrementan el peso de sus posiciones vis-à-vis
las objeciones del adversario, intentando de este modo inclinar, si no la
decisión sobre la materia en cuestión, al menos el “balance de razones” en su
favor. Las controversias no llegan a una solución (solved) ni son disueltas (dissolved); son, a lo sumo, resueltas (resolved). Su
resolución puede consistir en el reconocimiento (por parte de los contendientes
o por la comunidad de referencia) dee suficiente peso ha sido acumulado en
favor de una de las posiciones en conflicto, en la emergencia (gracias a la
controversia) de posiciones modificadas aceptables para los contendientes o,
simplemente, en la mutua clarificación de la naturaleza de las diferencias en
cuestión.
Desde el punto de vista de sus
fines, las discusiones están básicamente ocupadas del establecimiento de la
verdad, las disputas del triunfo, y las controversias de persuadir al
adversario y/o a una audiencia competente a aceptar la posición defendida. En las
discusiones, la oposición entre las tesis en conflicto es percibida principalmente
como puramente lógica; en las disputas, como fundamentalmente “ideológica”
(i.e., actitudinal y evaluativa) y en las controversias, como una oposición que
involucra una amplia gama de divergencias con respecto a la interpretación y
relevancia de hechos, evaluaciones, actitudes, fines y métodos. Desde el punto
de vista procedimental, podemos decir que las discusiones siguen un modelo para
“solucionar problemas” (problem-solving); las disputas, un modelo
“competitivo”; y las controversias, un modelo “deliberativo”. Una discutidora (discussant) busca
aplicar procedimientos de decisión que provean argumentos concluyentes que demuestren
la verdad de su posición o la falsedad de la posición de su adversario (lo que equivale
a probar la verdad de su punto de vista bajo el supuesto del tertium non
datur); un
disputante (disputant)
busca ser reconocido como el vencedor, indiferente de si su posición es
verdadera o no; y una
controversialista (controversialist)
busca proveer razones para creer en la superioridad de su posición aunque esas
razones no prueben nada conclusivamente. Mientras que una discutidora está preparada para admitir
la derrota si su adversario provee un argumento concluyente contra su posición,
y un controversialista está preparado
para reconocer el peso de las razones de su oponente, un disputante comienza y termina
(cualquiera sea el resultado “externo”) convencido de que está en lo correcto.
3. Como ya se mencionó, los intercambios
polémicos reales raras veces son ejemplos “puros” de uno de estos tres tipos.
Una de las razones para ello es que los modos en que los contendientes perciben
y conducen un determinado intercambio no es necesariamente idéntico. Por ejemplo,
en la controversia[M2] sobre la tesis de Isaac Newton de que
la blancura es una combinación de los demás colores,[8] la actitud de Newton fue
considerarla como una discusión, al pedir a sus oponentes realizar con cautela
y sin equivocaciones el experimento sobre el que él había basado su postura,
como una manera de solucionar el problema y encontrar la verdad: “Puesto que
esto debe decidirse no mediante el discurso, sino bajo una nueva prueba del experimento”
(citado por Cohen y Schofield, 1978: 153); “Pero esto, considero, es suficiente
para imponerlo, y así decidir la controversia” (ídem: 131); “Existen, pese a
todo, otras circunstancias [i.e., otros experimentos], por medio de las cuales
la verdad puede ser establecida” (ídem: 130). No obstante, sus oponentes
–especialmente Robert Hooke y Christiaan Huyghens– se rehusaron a ver en el
experimento de Newton un experimentum crucis, y consideraron el debate
más bien una controversia, puesto que rechazaron el presupuesto subyacente en
la hipótesis de Newton y propusieron sus propias hipótesis alternativas –basadas
en un marco teórico distinto y apoyadas en otros experimentos– que, a su
entender, eran capaces de explicar los resultados de los experimentos de
Newton. Esto es lo que dice Hooke:
Pero, por cierto que esté de mi
hipótesis (la que no levanté sin intentar primero cientos de experimentos),
estaría dichoso de encontrarme con un experimentum crucis del señor
Newton que me distancie de ella. Pero no es esto, lo que él así llama [el experimentum
crucis], lo que me hará cambiar de opinión; puesto que los mismos fenómenos
serán explicados por mi hipótesis así como la suya, sin ninguna dificultad o deformación:
no, me comprometeré a proponer otra hipótesis, distinta de la suya y la mía,
que hará lo mismo. (Citado por Cohen y Schofield, 1978: 111)
Otro ejemplo son las distintas
actitudes de John Searle y Jacques Derrida en su famoso debate. En este caso, las actitudes de los
contendientes parecieran evolucionar en el curso del intercambio. Como ha señalado
Mathieu Potte-Bonneville (1991: 231), en un principio ambos parecen estar
involucrados en una controversia sobre la mejor manera de interpretar y continuar
el proyecto de Austin. Está claro de entrada que el tema debería dar lugar a
una controversia más que a una discusión, puesto que los contendientes saben perfectamente
que pertenecen a paradigmas filosóficos radicalmente distintos que cuestionan
los supuestos y métodos más básicos del otro. Searle, sin embargo, opta por tratar
el debate como una discusión, al intentar mostrar a Derrida que su lectura de
Austin está simplemente errada y que, por ende, es refutable. De este modo, asume
que la interpretación de un texto (filosófico) es una materia que puede ser
decidida, y que su propio procedimiento de decisión es el que debe ser aplicado
para definir el asunto. La respuesta de Derrida, a su vez, consiste en
cuestionar los supuestos subyacentes en el procedimiento de decisión de Searle,
los que –en su opinión– deben ser dejados de lado para lograr una comprensión
más profunda de Austin. En este momento Derrida, aunque manifiestamente apoyado
en el “obvio” carácter controversial de las oposiciones en juego, puede estar
simplemente tratando de imponer a su oponente las “reglas” de su propio “juego
del lenguaje”. En otras palabras, él también puede estar tratando el debate, en
esta etapa, como una discusión. Finalmente, cuando el intento de los
contendientes por transformar el debate en una discusión sujeta a las reglas de
cada uno fracasa, ambos parecen cambiar su actitud y percibirla como una
disputa inútil.
Tal como los participantes en
intercambios polémicos tienden, con frecuencia, a concebirlos sea como
discusiones o disputas, asimismo, esta dicotomía pareciera ejercer una poderosa
atracción en teóricos que no dejan espacio para el término medio –la controversia–
en sus posturas. Así, en el famoso esquema de Kuhn (1962), durante los períodos
de “ciencia normal” los desacuerdos entre los científicos son intraparadigmáticos,
esto es, surgen sobre un fondo de procedimientos de decisión compartidos que
regulan su actividad de “solucionar problemas” (problem-solving) –i.e., dichos desacuerdos son
instancias de nuestra categoría “discusión”; por su parte, los conflictos interparadigmáticos,
característicos de los períodos de “ciencia extraordinaria”, son a menudo representados
como típicas “disputas”, en la medida en que su conducción y resolución dependen,
fundamentalmente, de preferencias, relaciones públicas, intereses y poder, más
que de la persuasión racional. En el otro extremo (en lo que a posiciones en
filosofía de la ciencia se refiere), es posible encontrar una tendencia dicotómica
similar a excluir la posibilidad de las controversias, en el intento de Popper (1991)
de distinguir, en las polémicas de los científicos que participan en las
“revoluciones científicas”, entre un componente “ideológico” y uno propiamente
“científico”: el primero claramente pertenece a la categoría “disputa”,
mientras que el otro es una instancia de la categoría “discusión”. De más está
decir que para Popper sólo el último tiene valor para dar cuenta del “crecimiento
del conocimiento”.
Estoy
persuadido de que la desatención a la categoría “controversia” como una tercera
alternativa entre la noción de racionalidad basada en reglas estrictas que
caracteriza a las “discusiones” y la concepción de “disputa”, como gobernada
por factores extrarracionales, ha sido un revés mayor para la historia de las
ideas y la epistemología al privar a éstas (y otras) disciplinas de la
posibilidad de identificar y desarrollar un modelo de racionalidad alternativo.
Por esto recomiendo especial atención y un cuidadoso estudio empírico para esta
categoría.[9]
4. Tres tipos de movimientos
En el nivel “táctico” voy a
distinguir tres tipos de movimientos empleados en los intercambios polémicos.
Si la relación entre “tácticas” y “estrategia” es de medio a fin, surge entonces
la pregunta por la (in)dependencia de la primera categoría vis-à-vis la
segunda: ¿puede cada uno de los tipos de movimientos tácticos ser usado libremente
en cada uno de los tres tipos de intercambios polémicos? La filosofía –especialmente,
pero no solamente, la ética– ha dedicado gran esfuerzo al análisis de la
relación medios-fin. Personalmente, no estoy a favor de una estricta
dependencia ni de una estricta independencia, sino más bien de una “relativa
(in)dependencia” que puede ser descripta en términos de una “natural afinidad”
entre ciertos tipos de medios y ciertos tipos de fines. Esta es la clase de
relación conceptual que creo existe entre tipos de movimientos y de
intercambios polémicos tratados en este artículo. Si éste es o no empíricamente
el caso, es tarea que queda para posteriores investigaciones empíricas.
1. Como en el caso de la tipología expuesta en el
apartado anterior, la presente tipología no pretende ser exhaustiva ni
exclusiva. Los movimientos pueden ser clasificados, por ejemplo, de acuerdo con
sus roles “funcionales”, v.g., como intervenciones “iniciativas” y “reactivas”
y también, en el interior de estas clases tan generales, es posible distinguir “elaboraciones”,
“reparaciones”, “digresiones”, “réplicas”, contrarréplicas”, etc.[10] O, en la teoría medieval
de las disputaciones, los movimientos permisibles del respondedor son
clasificadas en términos de sus relaciones semánticas con las afirmaciones del
oponente como “conceder”, “denegar” o “distinguir”. No pongo en duda la
utilidad de este nivel de análisis. La tipología aquí propuesta, sin embargo,
está dirigida a un nivel de conceptualización distinto que captura propiedades
de los movimientos relacionadas con sus roles tanto “funcionales” como “semánticos”.
Los principales criterios utilizados en esta tipología tienen que ver con el
objetivo inmediato del movimiento, la naturaleza de los medios usados para
conseguir su objetivo, la clase de “mecanismos” en los que se basa, la “fuerza”
con la cual se espera conseguirá ese objetivo y su relación con el “estado
actual” del intercambio (polémico).
·
Una
demostración (proof)
es un movimiento que pretende establecer la verdad de una proposición más allá
de toda duda razonable. Para este fin utiliza alguna regla de inferencia que de
manera explícita y reconocible conduce desde otras proposiciones (i.e., la
evidencia –que incluye los “datos” y las “garantías” de Stephen Toulmin (1962)–)
a la proposición que se desea probar. Ambas, la validez de la regla de
inferencia y la verdad de la evidencia, se dan por establecidas y, por ende, se
asume que serán aceptadas por el destinatario. Éste está obligado (siempre y
cuando actúe racionalmente) a aceptar también la conclusión. Si se demuestra una
proposición en este sentido, ello se interpreta como una indicación de que ésta
ha resistido una prueba decisiva que garantiza su verdad (o su alto grado de
probabilidad).
·
Una
estratagema es un movimiento que pretende causar una determinada (re)acción en una
audiencia relevante, al inducirla a creer que una proposición es verdadera.
Puede hacer uso de la inferencia, pero no necesariamente. Si lo hace, ni el
patrón de inferencia es asumido como válido ni la evidencia como verdadera,
sino sólo como “efectivos” vis-à-vis el destinatario y la audiencia a la
que están dirigidos. Puede involucrar engaño y disimulo –v.g., mediante la
manipulación del “estado actual” y las “demandas actuales” del intercambio–. La
causación involucrada no requiere ser explícita y reconocible por la audiencia,
siempre que logre el efecto pretendido, a saber, permitir al usuario “triunfar”
(al menos momentáneamente) ante los ojos de la audiencia relevante (que puede o
no incluir al interlocutor). De ahí el significado actual de esta palabra como
“cualquier artificio o truco; un mecanismo o esquema para obtener ventaja”. El
tipo particular de “fuerza” de este movimiento reside no en obligar al
destinatario a que éste crea algo o lleve a cabo la acción que se intenta
causar, sino más bien en dejarlo “sin habla”, i.e., incapaz de reaccionar con
un contra-movimiento satisfactorio.
·
Un
argumento es un movimiento que pretende persuadir al destinatario a creer que
una proposición es verdadera. Al igual que las estratagemas y a diferencia de
las demostraciones, los argumentos no están directamente ocupados de la verdad
sino de la opinión. En contraste con las estratagemas, los argumentos buscan inducir
en el destinatario la creencia deseada mediante la entrega de razones
reconocibles. A diferencia de las demostraciones, sin embargo, estas razones no
necesitan estar basadas en patrones de inferencia válidos ni en evidencia veraz
que se presumen aceptados por el interlocutor; éstas tienen que tomar en cuenta
qué proposiciones el destinatario
acepta en realidad (o es probable que acepte) como evidencia, y qué patrones de
inferencia es probable que lo
persuadan. Los argumentos, aunque no fuerzan al destinatario a aceptar su conclusión, lo ponen bajo cierto tipo
de obligación de hacerlo, una obligación que presumiblemente deriva de normas
sociales, v.g., aquellas de la comunicación cooperativa.
2. Por supuesto, es necesario clarificar y
ejemplificar las descripciones previas, especialmente a la luz de posibles
confusiones terminológicas y de las dificultades para identificar ejemplos
“puros” de estos tipos de movimientos en intercambios polémicos concretos.
2.1 El término ‘demostración’, como se emplea aquí,
no se refiere sólo a las demostraciones deductivas formales, como las de la
lógica y (parte de) las matemáticas. También se aplica al uso de otras formas
de inferencia (v.g., inductiva, no monotónica, presuntiva) que se supone
establecen la verdad (o un alto grado de probabilidad). Una demostración –en el
sentido aquí especificado– tampoco descansa necesariamente en evidencia que ha
sido ella misma demostrada: el experimento, la observación, el testimonio, el
sentido común, etc., cuando son presentados como directamente relevantes para
establecer la verdad de una afirmación, cuentan como un movimiento
perteneciente a la categoría “demostración”. Lo que es fundamental en esta
clase de movimiento es la manifiesta dependencia en un proceso procedimental de
justificación cuya “objetividad” reside precisamente en el hecho de ser
procedimiental, i.e., “neutral” vis-à-vis las creencias y los intereses
de los contendientes. Por esta razón la demostración es concebida como capaz de
evitar tales creencias y apelar a la verdad, por decirlo así, “directamente”. Además,
la demostración adquiere un peso polémico adicional gracias a la presunción de
que la verdad debe ser el factor decisivo en la determinación de una opinión.
Los contramovimientos más efectivos para una demostración son las “contra-demostraciones”
que cuestionan la fiabilidad sea de la evidencia presentada (v.g., señalar las
inconsistencias en un testimonio) o del procedimiento inferencial empleado
(v.g., el método de los contraejemplos en lógica). El uso de ambas clases de
movimientos en intercambios polémicos está extendido. Sin embargo, las
demostraciones sólo son decisivas –como sus usuarios esperan que lo sean– en el
contexto de las “discusiones”, donde un procedimiento de decisión que se asume
incuestionable les otorga el necesario “respaldo” (para usar otro concepto de
Toulmin). De ahí la especial afinidad entre demostraciones y discusiones.
2.2. He tomado prestado el término ‘estratagema’
(al. Kunstgriff) de Arthur Schopenhauer (1942),[11] quien tiene una visión
profundamente negativa de este tipo de movimiento. Él compara las estratagemas
con las fintas en la esgrima, y las describe como los “trucos, evasivas y
artimañas” deshonestos a los que los contendientes acuden con el único propósito
de “estar en lo correcto”, sin importar si su tesis es verdadera o falsa. Cuando
se discute con un oponente que hace uso de estos trucos, dice Schopenhauer, uno
“no tiene que tratar más con su intelecto, sino con la parte radical del hombre,
su voluntad, a la que lo único que le interesa es triunfar finalmente per
fas o per nefas [por las buenas o las malas]” (Schopenhauer 1974:
25). Al proveer una anatomía formal de estos movimientos, los que han de servir
de esqueleto para “la ciencia de la dialéctica (erística)”, y al ejemplificar treinta
y ocho estratagemas –muchas de las cuales son descritas en los Tópicos
de Aristóteles (especialmente en el libro VIII)–
junto con las apropiadas “contraestratagemas”, el objetivo de Schopenhauer (1942:
10-11 es entregar al debatiente (honesto) una herramienta para reconocer y
derrotar con facilidad esos trucos. Entre estas treinta y ocho estratagemas
encontramos, junto a bien conocidas falacias, movimientos que se supone tienen,
digámoslo así, un efecto causal directo y explícito sobre las creencias del
oponente, tales como:
·
Ampliación.
“Ésta consiste en llevar la proposición del oponente más allá de sus límites
naturales; en darle una significación lo más general [...] posible, con el fin
de exagerla; y, por otra parte, en dar a tu propia proposición un sentido lo más
restringido que se pueda, pues, cuanto más general sea una afirmación, mayor es
el número de objeciones a las que está expuesta” (Schopenhauer, 1942: 13).
·
Diversión. “Si adviertes que vas a ser vencido[M3] [...] puedes comenzar
repentinamente a hablar de algo distinto, como si tuviese que ver con la
materia en disputa, y constituyese un argumento contra de tu oponente” (Schopenhauer,
1942: 29-30).[12]
También encontramos movimientos que
están destinados a causar ciertas reacciones, las que luego harán vulnerable la
posición del oponente, v.g.:
·
Irritación.
“La contradicción y la discordia irritan a un hombre y lo llevan a exagerar su
afirmación. Contradicendo al oponente puedes inducirlo a que lleve fuera de sus
propios límites una afirmación que, en cualquier caso, dentro de ellos y en sí
misma, es verdadera” (Schopenhauer, 1942: 26).
A lo
anterior podríamos añadir de Aristóteles la
·
Construcción
de la confianza (confidence building). “Tú también deberías a veces
presentar una objeción contra ti mismo, pues los respondedores no sospechan de
aquellos que a su parecer argumentan justamente” (Aristóteles, 1976: 156b 17).
Y también, de
Leibniz, la
·
Compensación. “Il
est quelquefois utile que nous souffrions qu'on nous fasse quelque tort dans
une matière de peu de conséquence, car si quelque grand y a trempe, cela luy donnera quelque
penchant (s’il est d’un bon naturel) a nous f aire du bien dans quelque autre
rencontre, et on peut ménager la chose en sorte, que la seconde soit plus
importante a nous, que la première” [GRUA, 701-702].[13]
Las estratagemas
del último tipo son movimientos fundamentalmente “ofensivos”, “trampas” de
alguna clase, bastante similares a las descritas en teoría del juego como “movimientos estratégicos”, a
saber, “movimientos que inducen al otro jugador a escoger en favor de uno”
(Schelling, 1960: 22). Pero también pueden ser usadas, como las estrategemas del
primer tipo, defensivamente. Ambas, así como otras clases de estratagemas, abundan
en los intercambios polémicos (para una muestra, véase Dascal y Cremaschi, e/p).
La investigación empírica debiera averiguar si son más frecuentes en los
intercambios pertenecientes a la categoría “disputa”, con la que parecen tener
una natural afinidad, en la medida en que comparten el objetivo de ganar per
fas o per nefas.
2.3 Finalmente, el término ‘argumento’ se usa aquí
en el mismo sentido que en la nueva retórica de Perelman, es decir, como una
clase de movimiento dirigido a modificar opiniones por medio de razones que no
son ni lógicamente concluyentes ni impersonales.[14] Los argumentos, en este
sentido, difieren de las demostraciones en que pueden ser lógicamente inválidos
(v.g., “pendiente resbaladiza” (slippery slope), ad verecundiam) o bien,
pueden consistir en mostrar la insuficiencia de la validez lógica (v.g., una
acusación de petición de principio [petitio principii]). Un argumento
“pendiente resbaladiza” consiste en señalar, por medio de una cadena causal,
que A conducirá a B, y luego a C, D... N, y en afirmar que uno debiera evitar
A, en virtud de que N es una consecuencia indeseable. En política este
argumento se conoce como “efecto dominó”. Desde un punto de vista lógico es
inválido porque la cadena causal puede ser interrumpida en cualquier punto, y
no sólo en el punto inicial, como el argumento presupone. La guerra de Vietnam
es un contraejemplo para este argumento. No obstante, es un argumento
racionalmente persuasivo, usado con regularidad en las deliberaciones, y cuyo
peso persuasivo depende de la estimación del destinatario del costo de interrumpir
la cadena causal en distintos puntos. Una acusación de petición de principio,
por su parte, no cuestiona la validez lógica del movimiento del oponente (qué puede
ser más válido que ‘p, luego p’). Simplemente señala la inutilidad de ese movimiento
para establecer la verdad de una proposición.[15] Una acusación de este
tipo es, en cierto sentido, un ejemplo de argumento ad hominem, perteneciente a la
subcategoría de los argumentos tu quoque. Aunque generalmente (si bien,
de ninguna manera, universalmente) los argumentos ad hominem son considerados
falaces en el entendido de que (las circunstancias de) la persona haciendo una
afirmación no es relevante para la verdad de esa afirmación, esos argumentos
pueden ser (racionalmente) persuasivos: si no confías comprarle un auto a un
hombre, sería razonable ver en ello una razón para no votar por él como
presidente, si crees que la honestidad es una cualidad que un presidente debería
tener.
La afinidad entre el tipo de
movimiento “argumento” y el tipo de intercambio polémico “controversia” se explica
a partir del hecho de que el primero se ajusta a la mayoría de los rasgos que
son característicos del segundo. En primer lugar, la apertura de la
controversia, a saber, el hecho de que en una controversia todo está disponible:
no existen presupuestos “sagrados” o métodos protegidos de un ilimitado
cuestionamiento mutuo. Los argumentos son buenas herramientas para este
propósito (puesto que van más allá de consideraciones puramente lógicas, y así
permiten cuestionar lo que éstas dan por sentado) y también excelentes blancos
de ataque (en la medida en que cuando son usados por el adversario para
fundamentar su posición, su “cuasivalidez”, los convierte en presa fácil de prácticas
de caza ortodoxas). En segundo lugar, el hecho de que, si bien en una
controversia todo está disponible, no “todo vale”, i.e., algunas normas son
respetadas y los modos de actuar sobre las creencias del oponente están constreñidos.
3. La identificación de un movimiento ejecutado
en un intercambio polémico en términos de un determinado tipo ideal no es un
asunto fácil, especialmente debido a la dependencia en el cotexto. Uno podría
pensar que una demostración es una demostración, un argumento un argumento y
una estratagema una estratagema, independientemente de la “demanda polémica” a
la que responden y de su influencia sobre las intervenciones siguientes. Pero
esto no es así. En el caso de los movimientos, tal como en la interpretación de
otros elementos lingüísticos, puede que tengamos que distinguir entre, digamoslo
así, lo “literal” y lo “real”. Así como un enunciado que tiene la forma sintáctica
de una pregunta –y cuyo significado oracional es, por ende, el de una pregunta–
puede servir para realizar otro tipo de actos de habla, también un movimiento que
es “literalmente” una demostración puede ser utilizado, en realidad, como una
estratagema de diversión
o como un argumento no concluyente.[16] En consecuencia, el
estudio empírico de estos movimientos requiere de un componente sintáctico-semántico
y uno pragmático. El problema de la identificación es agravado por el hecho de que,
mientras las demostraciones y los argumentos “se anuncian” a sí mismos como
tales mediante el uso explícito de marcadores lingüísticos, las estratagemas se
“disfrazan” más bien a sí mismas como demostraciones y argumentos.
5. Conclusiones
He presentado mis dos tricotomías
bajo el supuesto de que es posible distinguir con claridad sus respectivos
niveles de análisis. Realmente creo que esta distinción es necesaria y provechosa,
aunque ciertamente difícil de indicar con toda precisión. Al menos Aristóteles
estaba consciente de la necesidad de hacer la distinción y propuso tricotomías
bastante similares a las que han sido desarrolladas aquí. Por una parte, distinguió
tres tipos de intercambios polémicos,[17] “demostrativo”, “dialéctico”
y “contencioso” (Aristóteles, 1976, 100a 25-101a 5). Por otra, acuñó términos
especiales para caracterizar los movimientos típicos de cada uno de estos
intercambios, a saber, “filosofema”, “epiquerema” y “sofisma”, respectivamente
(ídem: 162a 15). Pero no distinguió con claridad entre los dos niveles. Pues al
parecer no tomó en cuenta el hecho de que ninguno de los tipos de intercambios
consiste ni puede consistir exclusivamente de los tipos de movimientos con los
cuales tienen una “afinidad” más cercana. No es de extrañar que muchos de los
movimientos que incluye en la lista de intercambios “dialécticos” resulten ser
estratagemas. Desafortunadamente, no puedo pretender haber sido más exitoso que
Aristóteles a este respecto y, en lugar de intentar resolver aquí este
problema, voy a agregar una nueva fuente de dificultad para resolverlo.
Hemos
observado ya que los contendientes tienden con frecuencia a conducir e interpretar
los intercambios polémicos en los que participan como perteneciendo a uno de
los tipos ideales (normalmente limitando su elección a dos de ellos: las discusiones
y disputas). Estas interpretaciones –como muchas otras actitudes y afirmaciones
metadiscursivas– pueden reflejar opciones “tácticas” de un sitio de combate
macro: un contendiente puede elegir, digamos, la arena “discusión” para tomar
ventaja (local o global) de su maestría en este tipo especial de batalla y
armamento. Asimismo, “micro” puede convertirse en “macro”, y “táctica” en
“estrategia”. Por ejemplo, una estratagema usada repetidas veces puede pasar a
ser definitoria del objetivo de un contendiente en un intercambio, con lo que adquiere,
de esta manera, un significado estratégico. Así, la contrapartida de la
estratagema “extensión”, a saber, restringir el alcance de la afirmación de uno
con el fin de hacerla invulnerable a una determinada objeción, puede
convertirse en lo que he llamado “estrategia aislante” (Dascal, 1990b), cuando
es usada, por ejemplo, para proteger la afirmación de toda posible objeción
escéptica.
Este último ejemplo me permite
concluir aludiendo una vez más a mi agenda secreta. Una de las manifestaciones
de escepticismo más severas contra la existencia de controversias tal como han sido
definidas aquí es la de Schopenhauer. Para él, no puede existir realmente una
“buena” dialéctica, pues tan pronto como la persona mejor intencionada se
involucra en un debate su voluntad se apodera de su intelecto, y lo único que
le importa es ganar a cualquier precio. Pero incluso Schopenhauer reconoce que
esta “natural bajeza de la naturaleza humana”, esta “innata vanidad [...] que no
nos permitirá conceder que nuestra primera posición estaba equivocada y la de
nuestro adversario correcta” (Schopenhauer, 1942: 4), tiene una contribución
positiva vis-a-vis el descubrimiento y la preservación de la verdad: “Si
abandonáramos nuestra posición en seguida, podríamos descubrir más tarde que
estábamos en lo correcto después de todo” (ídem: 5). Schopenhauer también
admite que en el estudio de debates no podemos asumir que somos capaces de
“separar la verdad real de la aparente, pues incluso quienes debaten no están
ciertos de ello de antemano” (ídem: 13). Juntas, estas dos consideraciones
sugieren que, pese a su estricto escepticismo, él reconoce que existen polémicas
que pueden contribuir al “crecimiento del conocimiento”, al menos como efecto
no buscado. Contra Schopenhauer, y junto con Aristóteles y Perelman, creo que éste
no es un efecto no buscado sino el resultado del tipo especial de racionalidad
inherente a la “controversia” que la hace distinta de ambas, la “discusión” y
la “disputa”. A diferencia de ellos, no obstante, creo que la controversia y su
típico movimiento, el argumento, no han sido lo suficientemente estudiados como
un fenómeno dialógico empírico que permita revelar la naturaleza precisa de la
racionalidad implícita en su uso. Sin ese soporte empírico, el debate entre
optimistas como Perelman y pesimistas como Schopenhauer permanecerá como una
disputa; con soporte empírico, tendrá la posibilidad de convertirse en una
provechosa controversia.
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* Artículo originalmente publicado como “Types of Polemics and Types
of Polemical Moves”, en S. Cmejrkowa, J. Hoffmannova, O. Mullerova y J. Svetla,
Dialogue Analysis VI (Proceedings of
the 6th Conference, Praga, 1996), vol. I, Tubinga, Max Niemeyer, 1998, pp.
15-33. El término
inglés “move” es empleado a lo largo del artículo en el sentido de “una acción
que se realiza para conseguir algo” (“an action taken to achieve something”) (Cambridge Dictionary). En español, “move”
–en esta particular acepción– puede ser traducido como “jugada”, “paso” o
“movimiento”. Desafortunadamente, ninguno de estos términos logra captar
completamente (o únicamente) el sentido de la palabra inglesa. En esta
traducción se ha optado por el último, pero se recomienda leerlo teniendo en
mente el sentido “táctico” del término original. Con el objeto de evitar
confusiones terminológicas, la palabra ‘movimiento’ no se usará aquí en otro
sentido que no sea el recién indicado. Traducción de Constanza Ihnen (Universidad
Católica de Chile, Universidad de Amsterdam). La traductora agradece la ayuda de Peter
Houtlosser en relación con algunos pasajes en alemán, y la colaboración de
Cristián Santibáñez en la revisión final.
[1] La oposición entre estas dos
clases de preferencias metodológicas subyace con frecuencia en controversias
históricamente importantes (Cremaschi y Dascal, 1996, 1998; Dascal y Cremaschi,
e/p; Gil, 1985). En los estudios del diálogo, esta oposición es especialmente
evidente en la disputa actual entre etnometodólogos y teóricos de los actos de
habla (véase, por ejemplo, el artículo de Schegloff y la réplica de Searle en
Searle et al., 1992).
[2] Principalmente en interacción
con los miembros del grupo de investigación “Leibniz, el polemista” en un año
muy fructífero (1994-1995), en el Instituto para Estudios Avanzados en la
Universidad Hebrea de Jerusalén. Sergio Cremaschi, Gideon Freudenthal, Fernando
Gil, Alan Gross, Massimo Mungnai, Carl Posy, Quintin Racionero, Elhanan Yakira
y todos aquellos que asistieron a nuestros seminarios han contribuido
cortésmente; las contribuciones y los errores que puedan encontrar en lo que
sigue. Para algunos resultados iniciales de nuestro trabajo, Dascal (1995b,
1995c; Cremaschi y Dascal, 1996, 1998; Dascal y Cremaschi, e/p; Dascal y Gross,
e/p).
[3] Una conferencia en este tema
tuvo lugar en Génova en 1995. Para el modo en que estos niveles afectan la
temática de las controversias, véase Dascal (1995b). Para otros materiales
relevantes, Fritz (1994, 1995), Jacques (1991), Mann y Thompson (1988), Dascal
(1992), Roulet, 1995.
[4] Para los tipos y usos del cotexto
y contexto, véase Dascal y Weizman (1987). Para una descripción de estos tipos
y usos en controversias, Dascal (1990a), Cremaschi y Dascal (1998), Dascal y
Cremashi, e/p).
[5] “Estrategia. El arte del
comandante en jefe; el arte de proyectar y dirigir, en sentido general, los
movimientos militares y operaciones de una campaña. Usualmente es distinguido
de la táctica, la que consiste en el arte de manejar las fuerzas en batalla o
en la presencia inmediata del enemigo” (Oxford English Dictionary).
“Estrategia: planificación general (anticipada) de una guerra que toma en
cuenta todos los factores esenciales” (Der Grosse Duden, vol. 10).
“Estrategia: parte del arte militar que trata de la dirección general [...] en
la conducción de la guerra” (Nouveau Petit Larousse).
[6] Una disputa puede ser remitida
a alguna autoridad institucional, por ejemplo, a un tribunal, que puede decidir
en favor de una de las partes. Pero en estos casos el conflicto de opiniones o
actitudes no es resuelto sino meramente reprimido, ya que, como ha señalado
Leibniz (1982-1990: 19), nadie tiene el poder de forzar a otro a olvidar o
atender –ambas condiciones indispensables para lograr que el otro cambie de
opinión–.
[7] “No es necesario examinar cada
problema y cada tesis sino sólo aquel en el que pueda haber duda por parte del
tipo de persona con la que se argumenta” (Aristóteles, 1976: 105a 3). Es
posible leer este pasaje como una sugerencia de que los debates acerca de ambos
tipos de preguntas son inútiles, el primero porque sólo puede ser una “disputa”
con una solución “externa” evidente, y el segundo porque es una “discusión” con
un procedimiento de decisión “interno” evidente.
[9] En Dascal (1995) ¿a o b?, además de haber
defendido extensamente este punto, he intentado distinguir algunas de las
características más importantes de las controversias epistemológicamente relevantes.
Una versión en inglés de este artículo puede ser leído en mi sitio web:
http://www.tau.ac.il/humanities/hci/vip/index.
[10] Caracterizaciones funcionales
de este tipo son compartidas por una amplia gama de aproximaciones al análisis
del diálogo: etnometodología, teoría de los actos de habla, teoría de la
estructura retórica, el enfoque de Génova, lógica dialógica, etcétera.
[11] Alrededor de 1830, Schopenhauer
escribió un pequeño tratado, sin título, que nunca publicó. Este tratado fue
publicado póstumamente en 1864 y, más recientemente, en 1983, bajo el título Eristische
Dialektik oder Die Kunst, Recht zu behalten, en 38 Kunstgriffen dargestellt
(Zurich). Mis referencias son a la traducción inglesa de 1942. Los
pasajes introductorios y algunas de las estratagemas son reproducidas en el
capítulo “Lógica y dialéctica” de su Parerga and Paralipomena. Agradezco
a Massimo Mugnai por dirigir mi atención al pequeño tratado de Schopenhauer y
por haberme obsequiado una copia de la traducción italiana que contiene un
excelente ensayo de Franco Volpi (Milán, 1991).
[12] La diversión es, en cierto sentido, una forma
de digresión. Pero, para ser efectiva, no debe contener “marcadores digresivos”
explícitos que permitan al oponente rechazar con facilidad su relevancia (sobre
distintos tipos de digresión, véase Dascal y Katriel, 1979).
[13] El mismo Leibniz usó esta
estratagema en su correspondencia con Antoine Arnauld (Dascal, 1995a).
[14] Perelman extiende el alcance de
su teoría de la argumentación más allá del campo del intercambio dialógico,
como ha sido definido aquí, pues dice que ésta estudiará incluso los argumentos
que uno dirige a sí mismo en silenciosa deliberación (Perelman 1977: 19).
Concuerdo con él en que es posible y necesaria la investigación de, digámoslo
así, “soliloquios polémicos”, la que tomaría en cuenta, entre otras cosas, la
naturaleza polémica de la “polifonía” no sólo de nuestro discurso sino también
de nuestro pensamiento. Sería interesante averiguar si los tres tipos ideales
de movimientos distinguidos aquí podrían ocurrir en polémicas internas con uno
mismo. ¿Puede uno, por ejemplo, dirigir estratagemas a sí mismo? En la medida
en que existe algo así como el autoengaño, aparentemente la respuesta debería
ser positiva (véase a este respecto la interesante colección de ensayos
compilados por Jon Elster, 1985). Con todo lo interesante que pueda ser,
aquella parte del estudio de la argumentación interna que involucra el uso del
lenguaje pertenece al dominio de lo que he propuesto llamar “psicopragmática”,
más que a la “sociopragmática”, que se ocupa del uso externo del lenguaje
(Dascal, 1983), al que este estudio pertenece.
[15] John Passmore (1961) sostiene que la
mayoría de los argumentos filosóficos son de este tipo, a saber, no son
estrictamente formales sino, a lo sumo, “cuasiformales”.
[16] Es más difícil imaginar lo
opuesto. Si una estratagema es “usada” exitosamente en un determinado contexto
como una demostración, no se convierte por ende en una demostración, sino que
continúa siendo una (exitosa) estratagema. Pareciera haber una presunción
acerca del ordenamiento escalar de las “fuerzas” de estos tres tipos, lo que
restringe su capacidad de intercambio en la práctica.
[17] Él los llama “razonamientos”,
pero en el contexto de este pasaje, este término se refiere a dos maneras de
conducir un debate, donde hay un intercambio de “preguntas” y “respuestas”.
[M1]Suprimir. (Siempre que sugiero suprimir, uso rojo.)
[M2]Creo que habría que explicar un poco más en qué consistió la
controversia o por lo menos señalar cuál era la hipótesis de Hooke y Huyghens
contraria a la de Newton.
[M3]Chequear con el original la traducción del término. Si queda
“diversión”, habría que aclarar en qué sentido se lo toma (en español, el
significado militar es: Acción de desviar la atención y fuerzas del enemigo”;
creo que es la acepción más cercana a la de este contexto, pero habría que
aclararlo.
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